Hay dos modos antagónicos de concebir la educación de la infancia y adolescencia. El primero afirma, como punto de partida, que la familia es el núcleo fundamental de la vida social. En cuanto núcleo, está llamada a ofrecer a los hijos la educación básica respecto a los principios con los que podrán formar su conciencia e integrarse así en la vida social. El resto de la tarea educativa, ofrecida por autoridades públicas o por grupos privados, completa y apoya la labor realizada por la familia, y debería tener en cuenta las opciones religiosas y éticas de los padres respecto de aquello que hay que enseñar a los hijos.
En el segundo modelo, la educación sobre los temas más importantes sería tarea que deben asumir las autoridades públicas, pues sólo ellas serían capaces de ofrecer aquellos principios universales y aquellas normas éticas que permitirían a los niños y adolescentes llegar a ser los ciudadanos del mañana.
Establecer una contraposición profunda entre ambos modelos obedece a diversas teorías sobre la vida social. Según algunos, lo mejor sería aplicar el lema “cuanto menos estado, mejor”, especialmente en orden a salvaguardar la existencia y vitalidad de las organizaciones sociales básicas y naturales. Según otros, el ideal es reducir y controlar la autonomía de las organizaciones sociales no estatales, consideradas muchas veces como “peligrosas” y disgregadoras, para favorecer un modelo educativo fuertemente estatalista, el único capaz de salvaguardar la integración de todos los individuos en el estado.
Es lógico que estos dos modelos de sociedad choquen entre sí, y lo hagan especialmente a la hora de hablar de la escuela. Porque la escuela resulta ser un importante “instrumento”, no sólo para acceder al saber, sino especialmente para aprender a convivir con otras personas, al permitir conocer y aceptar normas de comportamiento grupal que tanto ayudan en las distintas etapas de la vida adulta.
Sería, sin embargo, insuficiente delegar todas estas tareas a la escuela en sí misma, como si fuese ajena al mundo familiar, la primera sociedad en la que cada ser humano es acogido en el “banquete de la vida”. La colaboración entre escuela y familia resulta ser, por lo tanto, un asunto de vida o muerte, para que ambas realidades logren la máxima armonización en el respeto de aquellos principios éticos universalmente reconocidos.
La colaboración ha de ser aplicada tanto en la escuela pública como en la escuela privada. Desde la colaboración entre familia y escuela es posible preparar hombres y mujeres maduros, intelectualmente bien formados, capaces de asumir valores que orientan en la vida personal y social. Sin tal colaboración, el niño y el adolescente se encuentra dividido, en medio de dos fuerzas a veces contrapuestas, si es que no claramente enfrentadas respecto a normas que tienen enorme importancia para la convivencia humana.
Hay que superar, por lo tanto, mentalidades propias de sistemas totalitarios o de pseudodemocracias de tipo laicista para que la escuela pueda ser, verdaderamente, un instrumento de socialización al lado, y no contra, la unidad básica de toda convivencia humana: la familia.
No resulta, por lo mismo, correcto promover proyectos educativos que quieran imponer, a través de programas aparentemente “socializadores” (como podría ocurrir en programas de educación política), la visión del partido que goza de mayoría política, especialmente en lo que se respeta a la ética. Más bien hay que pensar en una escuela que sepa dar un espacio serio y profundo a la educación científica y a la enseñanza de los valores, también en lo que se refiere al ámbito religioso, en respeto y diálogo con las familias que son la riqueza y el verdadero eje de solidez para construir sociedades sanas y solidarias.