Puedo enseñarle a un niño cómo funciona la televisión. Puedo enseñar a un adulto cómo está hecha la televisión. Puedo enseñar a un universitario cómo construir una televisión. ¿Puedo enseñar, a un niño o a un adulto, qué hacer con la televisión?
Desde luego, la televisión puede servir para ejercicio de pesas, pero no fue pensada para eso... Otro puede sentir la tentación de tirarla por la ventana, para ver lo que le ocurre a la gente que pasea por la calle. Esperamos que eso se les pase por la cabeza a pocos... Otro puede hacer pruebas sobre la resistencia de la pantalla a un balonazo más o menos fuerte. Las posibilidades de uso de ese misterioso aparato son enormes, y, por lo mismo, también nacen ciertos riesgos.
Si nos asusta el que un hijo pueda tirar la televisión por la ventana, nos puede dejar más tranquilos el ver que ha comprendido su utilidad, y que se sienta todas las tardes y parte de la noche delante de la pantalla, sereno, sonriente, ante lo que otros han programado para él.
Sin embargo, también nos debería preocupar lo que nuestro hijo pueda ver allí, día tras día, hora tras hora. Imaginemos algunos posibles programas (no estoy pensando en ninguno en particular). En unos dibujos animados, unos muñecos simpáticos, cogen a otro muñeco. Juegan con él, y en un determinado momento lo hacen pedazos y lo tiran. En una película, el protagonista, un joven fuerte y generoso, decide un día matar a puñaladas a un enemigo, del modo más sangriento que el guionista haya podido imaginar. En otra serie televisiva, un “culebrón”, una chica aburrida, le dice a su amiga: “quiero tener un hijo”. La otra le pregunta: “¿con quién?” Y la primera responde: “con el primero que encuentre”. Y en un festival de canciones, el artista repite, una y otra vez, obsesivamente, “¡quiero matarte, quiero matarte, quiero matarte!”, mientras las y los fans gritan enloquecidos de entusiasmo...
Si estamos atentos a que el niño no tire el televisor por la ventana, por el daño que pueda causar a otros, deberíamos también estar atentos a lo que pueda ver el niño, a lo que las imágenes y palabras que pasan ante sus ojos y oídos puedan estar produciendo en su corazón. A veces escuchamos con indiferencia las estadísticas que aparecen de vez en cuando en la prensa: en cada año de televisión se transmiten tantos miles de asesinatos, tantos miles de infidelidades matrimoniales, tantos millones de groserías, tantos miles de imprecisiones e, incluso, de datos completamente falsos, etc.
¿Qué puede quedar en el corazón de un niño que es bombardeado por todos estos estímulos?
La respuesta está en los padres y en los maestros. Si saben dar criterios y normas sobre cuánto tiempo se puede usar la televisión y sobre qué programas se pueden ver, evitarán la “drogadicción televisiva” de sus hijos, y les ayudarán a escoger bien los programas, a juzgar las imprecisiones, a corregir errores, a retener lo bueno y rechazar lo malo. Lo mismo se puede aplicar a quienes ya desde muy pequeños se inician a los juegos electrónicos, no siempre hechos para promover la justicia y el bien...
Este trabajo puede parecer difícil, pero no es imposible. Hay que pensar en modos para controlar lo que el niño ve y para que el tiempo que pasa ante la pantalla a colores no sea exagerado. Esto se puede lograr de muchas maneras. La primera, estableciendo un horario de uso, de forma que más allá de los tiempos previstos por los padres la televisión se convierta en un aparato “intocable”. La segunda, viendo con los hijos algunos programas para que puedan aprender a juzgar lo que allí se transmite. Obviamente, lo que se vea se adaptará a la edad del niño. En este punto, conviene ser muy realistas: el niño pequeño capta mucho más de lo que imaginamos. Si ve a una pareja en pleno acto sexual, presentado como un momento puramente placentero, y no como parte de un proyecto de amor y de vida, puede llegar a concebir la sexualidad como algo para “usar y tirar”. Si ve a un esposo o esposa que cambia de amante como se cambia uno de vestido, puede hacerse la idea de que la variabilidad de opciones es la cosa más normal del mundo. Si ve que dos adolescentes roban coches y se divierten como locos a base de chocarlos contra las cabinas telefónicas de una ciudad, puede creer que en la vida toda diversión es posible y que no se producen traumas después de haber hecho travesuras monumentales...
Desde luego, hay veces en las que uno piensa: “mejor renunciar a la televisión en familia...” Como lo que pueda ocurrir detrás de esa pantalla es superimprevisible, uno tiene la tentación de no dedicar un minuto más a ver si hoy van a poner algo bueno. Una opción así, radical, evita muchos males, pero conviene pensar si no hay otras maneras de aprovechar lo poco bueno (a veces puede ser mucho) que aparezca en la pequeña pantalla. Puede ayudar, por ejemplo, el grabar programas útiles para pasarlos luego a los hijos, etc.
El reto está allí, como en todo descubrimiento humano. Cuando hace muchos siglos las distintas culturas descubrieron las medicinas, muchos se dieron cuenta de que con ellas se podría curar o se podría matar. Un buen uso de los medicamentos ha salvado millones de vidas. También la televisión, usada con criterio y medida, puede ser un valioso instrumento de formación. Toca a cada familia aprender a usarla. Aunque lleve tiempo: es mejor enseñar a ver la televisión ahora que no lamentar los problemas mañana, cuando a veces sólo quedan las alternativas de recurrir a un psicólogo o de visitar al hijo en un correccional...