Detrás de cada sacerdote en pie hay una religiosa de rodillas
Las religiosas contemplativas son las esposas de Jesús. Su vida: amar a Cristo Eucaristía por todos los que no le aman; su misión: agradar a Dios con su gigantesca generosidad e interceder por sus hermanos los hombres. Desde sus claustros ellas son salvadoras de almas y alegres testigos de la existencia de Dios.
El pueblo de Israel salió a combatir contra Amalec mientras que Moisés subió a la cima del monte. “Y sucedió que, mientras Moisés tenía alzadas las manos (en oración), vencía Israel; pero cuando las bajaba, vencía Amalec” (Cf. Ex 17, 10-11). Mientras las religiosas continúen cumpliendo su misión de orar por la Iglesia, la Iglesia seguirá en pie; avanzando contra corriente. Ellas son la fuerza y el orgullo de la Iglesia.
Su tarea es rezar por los demás. Nadie escapa de sus oraciones, no por el tiempo que dedican, sino por lo amplio de su corazón. San Agustín dijo: “El tamaño de tu corazón es del tamaño de tus preocupaciones”. Su preocupación es la salvación eterna de todas las almas.
Juan Pablo II dijo: “En este Cuerpo místico que es la Iglesia, vosotras habéis elegido ser el corazón”. Si las almas de vida contemplativa son la fuerza y el corazón de la Iglesia, de su fidelidad depende que cuando vuelva el Hijo del hombre encuentre fe sobre la tierra (Lc 18, 8). “Si son lo que tienen que ser, encenderán fuego al mundo entero”.
Las religiosas de vida contemplativa son para mí el más ilustre testimonio de amor a Jesucristo; ellas le han dado a Dios su tiempo, su carne, su vida. ¡Ellas no se conforman con menos! Sólo la experiencia del amor ha sido el único motor capaz de impulsarlas hasta el grado de entrega que exige su vocación de esposas de Cristo y salvadoras de almas a través de la oración. El ideal que Cristo les propone es muy alto y digno de admiración. Entregan su vida para que nosotros tengamos vida.
Las madres contemplativas, con su inmortal oración, infunden un soplo de esperanza en la vida de la Iglesia y al hombre actual. Sus plegarias dan Vida a nuestras vidas. Nosotros, a ejemplo de ellas, debemos prepararnos para la contemplación eterna de Dios; he aquí la meta última para todos.
He conocido a varias de ellas y puedo decir que la felicidad que reflejan sus rostros son un dulce amanecer. Ellas reconocen con alegría que Cristo, su esposo, es el creador de la felicidad. La Iglesia confía y espera tanto de su amor a Cristo y a los hombres.