Dos esposos que se aman pueden ser fecundos. Su mutuo amor les permite colaborar con Dios en el nacimiento de nuevas vidas. Su donación les convierte en transmisores de esperanza y de dicha en el rostro misterioso y alegre del nuevo hijo.
Cada existencia humana es parte de un camino de amor. Dios Padre ama al Hijo. El Hijo ama al Padre. Del amor mutuo brota el Espíritu Santo. Y de ese Dios Uno y Trino es creado un universo enamorado.
En este mundo de amor nace el hombre. Cada existencia humana, en este universo inmenso y apasionante, es como un rayo de amor que embellece el todo.
Cuando un hombre y una mujer, desde el amor que han recibido, desde el amor que explica su existencia, deciden amarse hasta la muerte, se abren a la fecundidad, dan “permiso” a Dios para que la vida continúe, para que nazcan hijos.
Si Dios así lo quiere, si los esposos viven de esperanza generosa, su amor dará vida a cada uno de los hijos. A veces, es cierto, la pareja no es fecunda, pero no por ello el amor debería ser más pobre: encontrará nuevas maneras de darse a otros, pobres, ancianos, niños huérfanos necesitados de cariño. El amor tiene un dinamismo incontenible: no ceja de trabajar hasta que otros toquen y vivan en la entrega que hace hermoso cada hogar de enamorados.
Cuando un hijo es concebido, la gratitud brota espontánea en quienes han dado su sí a la vida y a la esperanza. Es por eso que el universo sonríe y canta de alegría cuando llega un nuevo “comensal” a participar del “banquete de la vida”.
La vida del hijo vale así, simplemente, por ser fruto del amor y por pedir migajas de amor. Sus llantos y sus penas, su hambre y su sonrisa, sus ojos sorprendidos y sus manos temblorosas, sirven para continuar el camino del amor en este mundo sediento de alegrías.
Desde el amor sigue la vida. La que tú y yo hemos recibido de nuestros padres. La que tantos esposos ofrecen a sus hijos. La que nace del corazón de Dios que un día dijo: “Creced y multiplicaos”. Porque el amor comparte y da sin límites. Porque el amor inicia en este mundo de zozobras y alegrías para llegar, más allá del horizonte, a un cielo donde nos espera Dios, amigo del hombre y amante de la vida.