Inicia una nueva vida. La madre ya se ha dado cuenta, como siempre un poco tarde, y ha avisado al padre. Los dos descubren que, gracias a su amor, un hijo llega, empieza a existir: pide ayuda y, sobre todo, pide cariño.
El amor es el mejor camino para madurar, para descubrir la belleza de la vida. Mejor, el amor es la meta más profunda y completa de cada existencia humana.
Ese amor empieza a percibirse desde el embarazo. La medicina y la psicología revelan continuamente nuevos aspectos de la relación afectiva que se establece entre la madre y el feto, sin excluir a los otros miembros de la familia, que en las últimas semanas antes del parto también pueden ser “escuchados” por el hijo que llega.
Tras el nacimiento, toda la familia puede ver, tocar, lanzar al aire (con mucho cuidado, por favor), sonreír, alimentar (al inicio sólo mamá), al más chiquitín. Son momentos que, vividos con optimismo, con cariño, entran misteriosamente a configurar la personalidad del nuevo hijo, aunque pensemos que no se da cuenta, aunque creamos que es indiferente a lo que se dice o se hace a su alrededor.
El crecimiento del niño permite pronto que el amor no sea sólo unidireccional. Los padres saben por experiencia cuánto “absorbe”, cuánto tiempo exige cada hijo. Pero alcanzan una felicidad muy profunda e íntima cuando el niño empieza a devolver amor, a acariciar con afecto a mamá, a papá, a los otros hermanos, a los abuelos; cuando sonríe al ver que entra en casa algún familiar; cuando busca simplemente dormir en la cama matrimonial, para sentirse arropado y para poder mirar, una vez más, a sus padres.
Podríamos seguir con detalles y gestos de las siguientes etapas de la vida. En cada momento, el amor penetra en los corazones y configura el modo de ver el mundo y la vida. Seguramente será problemática la psicología de quien crece entre gritos, peleas y desprecios. Será muy distinta la psicología de quien vive en una especie de remanso de afecto y armonía (con pequeños roces, también hay que decirlo, pero olvidados en seguida gracias al amor).
Nos preocupa el aumento de la delincuencia juvenil, el abuso del alcohol y las drogas, la promiscuidad sexual, el fracaso en los estudios de muchos niños y adolescentes. Nos entristece ver a hijos ya maduros que desprecian a sus padres, o simplemente los ignoran, como si fuesen seres extraños y marginales en sus vidas. Nos asusta el escuchar a adolescentes, quizá llenos de cualidades intelectuales y de salud física, que hablan de sus depresiones, sus angustias, sus miedos a la vida.
Quizá faltó una buena dosis de amor en familia. Un amor capaz de descubrir alegrías en un cielo nublado o en una choza llena de rendijas. Un amor que entra poco a poco en el corazón para configurar la psicología y para valorar una vida que puede llegar a ser hermosa. Los padres siempre serán los primeros pedagogos en esta asignatura, la más importante, la más bella, la más enriquecedora: la asignatura del dejarse amar y del saber amar.