El título del artículo es peligroso, extremadamente políticamente incorrecto, y por ello retador, desafiante. Obviamente no toda democracia es totalitaria, pero toda corre el peligro de serlo en la medida en que establezca una alianza con el relativismo ético. Cuando el relativismo –no existe la verdad, todo es relativo al sujeto- y el agnosticismo –no puedo conocer la verdad- se erigen en condiciones de la democracia real y auténtica, se produce la corrupción del que hasta el momento parece ser el mejor modo para organizarse de los hombres en sociedad.
En este sentido se pretende “desmitificar” la democracia, que deje de ser un tabú y que podamos cuestionarnos sobre su utilidad, validez y correcto ejercicio. Gracias a Dios entre las reglas mismas de la democracia está la actitud de examen y de continua mejora; no debemos en consecuencia desaprovechar las herramientas que proporciona para su correcto ejercicio. En el fondo se trata de comprender su naturaleza, darse cuenta de que se trata de un “ordenamiento” y como tal de un instrumento, no un fin. Lo cual quiere decir que las sociedades no son buenas por ser democráticas, sino que son democráticas para ser buenas. El fin no es la democracia, sino los bienes que garantiza y defiende; en la media en que no lo haga deja de ser eficaz, un buen instrumento. Lo anterior no implicaría el deber de suprimirla, sino de mejorarla, de orientarla para que cumpla efectivamente con su función, ya que acoge en su interior la posibilidad crítica de los ciudadanos. Por eso un buen ciudadano, un auténtico demócrata, será muchas veces crítico de la democracia, para mejorarla.
Si la democracia no respeta la verdad del ser humano, se convierte en inmoral, por lo menos en los aspectos y en la medida en que lo haga. El carácter moral de la democracia no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral natural y esto aunque lo afirme la mayoría, o lo indiquen las estadísticas. Por más que estadísticamente aumente el crimen organizado, nunca será bueno; aunque la mayor parte de lo matrimonios fracasen, eso no es positivo ni para la sociedad, ni para los sujetos implicados; por más que se generalice la prostitución o la pornografía, eso no las constituye en valor. Aunque democráticamente y por mayoría absoluta, se decida la discriminación de los negros, la mujer o los judíos, eso no será correcto.
De lo contrario, las normas legales van sustituyendo a la moralidad como criterio práctico. Ya no me pregunto si algo es bueno y debo hacerlo, sino sencillamente: si puedo hacerlo entonces está bien y nadie puede impedírmelo. Cuando la democracia se establece como sustitutivo de la moralidad, paradójicamente su convierte en panacea de la inmoralidad, porque entonces no existe ningún punto de referencia fijo, estable, sino que todo es discutible y negociable. Una democracia sin valores se convierte en un totalitarismo encubierto, sujeto a la instrumentalización y a la manipulación, que se vende al mejor postor, es decir al que técnicamente ha sido más capaz de manipular los mecanismos mediáticos y políticos.
Cabe en consecuencia una valoración de las democracias, un escalafón de ellas en la medida en que sean más aptas para conseguir su fin. El valor de una democracia descansa en los valores que encarna y promueve y en la medida en que lo haga: la dignidad de la persona, los derechos humanos, el bien común como fin y criterio regulador de la vida pública, etc., permiten medir que tan bueno es un ordenamiento democrático. Son esos valores los que sustentan y dan legitimidad a la democracia, los que justifican su existencia, su fin. Cuando la democracia enferma, se hipertrofia y se convierte en un fin en sí misma, se invierten los papeles y puede decirse que se ha caído en una “democracia totalitaria”.
Lo que da solidez a la democracia es el reconocimiento de unos valores morales absolutos sobre los cuales han de apoyarse las decisiones de la mayoría. De lo contrario va a la deriva, a meced de los más poderosos, de aquellos que hábilmente manejan e incluso manipulan la opinión pública. La democracia en cambio debe velar por la formación de personas idóneas y no favorecer intereses particulares.
¿Qué hacer? La democracia cuenta en sí misma con la cura para su enfermedad. Supone ciudadanos libres y responsables, que participen en la toma de decisiones, que no tengan miedo a ejercer una función crítica dentro de la misma, como un revulsivo que sacuda a las conciencias tibias, conformistas, o comprometidas con intereses particulares ajenos al bien común. Es decir, es preciso hacer escuchar la propia voz, intervenir, y preguntarse con frecuencia si los legisladores y las autoridades no se extralimitan con frecuencia en sus atribuciones, desvirtuando y empobreciendo el organismo democrático.