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Dar a Cristo

Al mirar a nuestro alrededor podemos pensar que no quedan espacios para Cristo ni para la Iglesia. En ambientes del mundo de la ciencia, de la cultura, de la política, del espectáculo, la religión católica parece estar excluida, si es que no recibe ataques continuos, ironías llenas de rabia, o simplemente una ignorancia y un vacío llenos de desprecio.

Otros separan a Cristo de la Iglesia, y consideran que es posible aceptar a Jesús de Nazaret sin tener que adherirse a la Iglesia católica. No falta quien reduce a Cristo a un simple hombre, a un iluso, a un fracasado, o, peor aún, a un mito inventado por mentes perturbadas.

Ante este panorama, hay católicos que pueden sentirse desanimados. ¿Para qué hablar de Cristo? ¿Qué sentido tiene el ser cristianos en una sociedad cada vez más descristianizada? ¿No estará por llegar la hora en la que hay que encerrarse en las propias convicciones sin transmitir nuestra fe a los otros?

Esta mirada y estas reflexiones son incompletas y parciales. Más allá de lo que aparece, de lo que se ve, de lo que se dice, hay una acción continua y profunda de Dios en miles de corazones. A la vez, muchos de los que dan señales de hostilidad hacia lo católico, hacia Cristo, tienen un hambre profunda de felicidad y de paz, un deseo ardiente de luz y de amor, una nostalgia de algo que ni la medicina, ni la técnica, ni la política, ni los placeres pueden ofrecerles.

Las noticias de conversiones famosas son sólo la punta de un iceberg, la parte muy pequeña de miles, millones de caminos que llegan a Cristo, a la Iglesia. Los casos de Charles de Foucauld, André Frossard, Manuel García Morente, Gilbert Chesterton, Giovanni Papini, Agostino Gemelli, el Padre Trampitas, representan una mínima parte de tantas vidas que llegaron, un día, a decir como san Pablo: Cristo me amó y dio su vida por mí (cf. Ga 2,20).

Pero otros miles, millones de corazones, no dan el paso. Tendríamos que preguntarnos qué más podemos hacer por ellos, cómo testimoniarles nuestra fe, cómo tenderles la mano para que también ellos sean capaces de abrir los ojos y sentir que hay un Amor que los espera, que los acoge, que los lava, que los transforma internamente.

Nuestra palabra, sobre todo nuestro ejemplo, serán una ayuda sencilla y humilde, eficaz y gozosa, a quienes necesitan esperanzas. Tal vez no nos lo pidan, tal vez se muestren indiferentes a nuestra presencia, pero algún día estarán en condiciones de abrirse a Dios. Es bella esa ayuda que permite dar el gran paso, que introduce en el libro de la vida.

El hombre de hoy, como el de hombre de siempre, necesita respuestas ante el misterio del mal y de la muerte, de la angustia y de la caducidad de todo lo que pasa ante sus manos. Necesita, sobre todo, llegar a la plenitud del amor, a la certeza de un Dios que dio su vida por nosotros. En ese amor abrirá los ojos y verá un horizonte insospechado. Dará sentido a muertes dolorosas y a enfermedades extenuantes. Aprenderá a vivir para dar, porque habrá experimentado que quien tiene a Cristo necesita testimoniar, desde el amor, el gran regalo que ha recibido.

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Todos podemos incluirnos en ese “nosotros”, porque el amor de Cristo no excluye a nadie. Ni siquiera al hombre que se muestra satisfecho y autosuficiente, cuando en realidad sufre angustias de muerte al perseguir sombras de alegrías pasajeras...

Quien conoce a Cristo, quiere comunicarlo a quienes viven a su lado. En palabras de la primera encíclica del Papa Benedicto XVI, “no puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán” (Benedicto XVI, carta encíclica “Deus caritas est”, n. 14).

Siento urgencia de dar a Cristo, porque tantos hermanos míos me lo piden sin saberlo. Así algún día podremos abrazarnos, en la misma fe, en el mismo amor, como Iglesia, como parte de un Cristo que quiere serlo todo en todos (cf. Col 3,11).

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