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¿Cuánto vale cada hijo?

No es posible medir el amor de una madre por su hijo. Lo que ocurre en la vida de una mujer cuando descubre (siempre con varios días de retraso) que empieza a ser madre es algo que sólo las mujeres pueden comprender de verdad.

Podemos asomarnos un poco al misterio de ese amor a partir de los testimonios de tantas mujeres que han perdido a su hijo antes de nacer. Quizá una inquietud especial, un cierto silencio en el vientre, como si se hubiese interrumpido un diálogo de cariños, anuncia el drama. Luego, un médico, con más o menos tacto, con más o menos compasión, da la noticia: “Señora, ya no late el corazón de su hijo”. Quizá algún análisis confirma la realidad, y poco después se extrae un cadáver sin rostro, lleno de misterios, un hijo que quizá no ha recibido todavía un nombre...

Una mujer que había perdido a su primer hijo antes de nacer, no tenía miedo de decir con el corazón lleno de ternura y de dolor: “Aunque mi hijo no tiene un rostro, y quizá precisamente por eso; aunque no tiene un nombre, y quizá precisamente por eso; mi primer hijo es, sin duda alguna, el más guapo. Para mí es la suma de la belleza, de la dulzura y del amor de los otros tres hijos que nacieron después de él”.

Desde luego, no faltará algún crítico que haga una mueca de indiferencia. En el fondo, dirá, es fácil amar al hijo que no nos ha hecho sufrir después del parto, que no se ha enfermado, que no nos ha dejado en vela noches y noches. Sí, sigue nuestro crítico, ese hijo muerto antes de nacer es bueno, porque no ha probado drogas ni borracheras, porque nunca ha levantado la voz a su padre o a su madre, porque no se ha escapado de casa. Es fácil idealizar a quien ha muerto sin grandes dolores ni sacrificios en la oscuridad del útero en un día impreciso del embarazo...

Un crítico así no sabe ni lo que sufre una madre por el hijo no nacido, ni lo que es capaz de sufrir una madre por el hijo, aunque su nacimiento haya significado el inicio de un sinfín de problemas. El verdadero amor no se detiene cuando el niño viene al mundo con un pie torcido, o tiene una minusvalía mental, o sufre de una parálisis progresiva. El verdadero amor no se cansa cuando el niño llora todas las noches, o baña la cama varios días a la semana, o enoja a todos los maestros en la escuela. El verdadero amor no puede denunciar al hijo que empieza a robar el dinero de sus padres, o empieza a caer, poco a poco, en el mundo oscuro de la droga. El verdadero amor llega hasta la locura de la espera cuando el hijo da un portazo y abandona a sus padres, tal vez ancianos, y se decide a vivir su vida de modo independiente, sin gratitud, sin afecto, sin cariño...

Es duro perder a un hijo no nacido o al hijo que acaba de nacer. Es más duro ver que un hijo desprecia a sus padres o los trata como un estorbo para sus “proyectos” de realización personal. Pero es inmensamente más grande una madre que ama cuando no es amada. Su hijo es siempre “su” hijo, y el amor tiene algo de locura que no comprenden ni los jueces ni los médicos ni los psicólogos.

Tal vez por eso nos sorprende Dios. Nos ama como un Padre, nos ama como una Madre. También cuando no gana nada, también cuando nos perdemos en el vacío de nuestras envidias y complejos. También cuando le damos la espalda para vivir “nuestra vida”, como si El no tuviese nada que ver con nosotros.

Quien haya intentado consolar a una madre que ha perdido a un hijo amado sabe que toda palabra es casi siempre inútil. Ningún consejo puede ser suficiente para llenar un vacío que sólo el mismo hijo ausente puede curar. Tampoco Dios puede ser consolado porque no puede no sufrir ante el abandono de quien deja la fe por un poco de placer, de dinero o de egoísmo. Sólo la vuelta del hijo puede dar un vuelco al corazón de Dios. Sólo en la otra vida una madre podrá comprender que la muerte de su hijo más pequeño tenía un sentido en un proyecto mucho más grande, donde el amor fue capaz de vencer el pecado y la muerte.

Dios es también Madre. Las madres que lloran al hijo muerto o al hijo ingrato podrán dejar sus lágrimas en el corazón de un Dios que las comprende porque sufre, no sabemos ni por qué ni cuánto, un “poco” como ellas.