Cristianismo y espiritualidad
El mundo moderno nos ha llenado de prisas y de problemas, de máquinas y de noticias, de estudios y de resultados, de lavadoras y de seguros antirobo.
Pero el corazón busca momentos de sosiego, busca ratos de silencio, busca caminos de encuentro con algo que vaya más allá de lo inmediato. Hay hambre de experiencias espirituales, profundas, verdaderas, plenas.
A veces, esta búsqueda de espiritualidad lleva a recorrer caminos sin metas, sin transcendencia, sin amor. Esto ocurre cuando el alma pretende alcanzar una paz aislada, casi egoísta. Como si la vida humana tuviese como fin conquistar la serenidad del espíritu, como si la religión y las diversas técnicas más o menos difundidas de relajación, autoconcentración, ensimismamiento, fuesen usadas como un sedante psicológico más económico y menos peligroso que el recurrir a sustancias químicas.
Es cierto que algunos de esos caminos producen, en muchas personas, estados de mayor o menor serenidad. Pero no son suficientes para comprender nuestra vocación profunda, ni llevan a la plenitud auténtica que logra el hombre cuando deja de pensar en sí mismo para preocuparse, en serio, por el camino más profundo al que estamos llamados como seres espirituales: el amor.
Muchos católicos necesitamos hacer visible, o incluso descubrir, que la espiritualidad verdadera consiste precisamente en acoger un Amor, y en empezar a transmitir a otros el don que recibimos. En otras palabras: hace falta abrir el corazón para sentir que todo un Dios pensó en cada una de nuestras vidas, que nos modeló con ternura eterna, que nos acompaña en los mil avatares de la historia humana, que nos espera más allá de las brumas y las estrellas que tiemblan sobre un planeta efímero y bello.
Abierto el corazón, traspasado por el Amor primero, abrazado a un Cristo que dejó su Sangre y su Carne como testimonio de su Alianza eterna con los hombres, podemos iniciar el camino de la verdadera espiritualidad: la de quien deja de pensar en sus triunfos, en sus sueños más pequeños, en sus posesiones, en sus placeres, para entrar en el Reino, para dejarse modelar por la acción divina, para sumarse al proyecto de amor que arranca del Padre y llega a cada uno de sus hijos más pequeños.
El hambre de espiritualidad sólo quedará plenamente saciada cuando hagamos vida el Evangelio. “Convertíos”, decía Juan el Bautista, para preparar el terreno. “Convertíos”, repetía Cristo, el Hijo de Dios hecho hermano nuestro. “Dejaos reconciliar con Dios”, recordaba el Espíritu Santo a través de la pluma ardiente de Pablo el antiguo fariseo.
Entonces no tendremos necesidad de cursos de relajación, de técnicas llenas de mantras o de frases extrañas, ni de músicas adornadas con notas misteriosas y vacías de mensajes verdaderos. Nuestro corazón se abandonará en manos de un Padre enamorado, se dejará guiar por Jesús el Nazareno. Nos daremos cuenta, así, que sólo vale una cosa: dar la vida en el servicio del familiar, del amigo, del enfermo, del extraño, de tantos hombres y mujeres que, hambrientos de amor, desean ver en nosotros el rostro alegre del Dios bueno.