El Año Sacerdotal está llegando a su fin. Independientemente de la “purificación” que ha tenido la Iglesia, y más concretamente los sacerdotes, “purificación” que conduce a la necesidad y el deseo de conversión y penitencia, puede constatarse el clamor del Señor: “la mies es mucha, los trabajadores son pocos, rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”. Más que centrarnos en lo que está mal, en la parte podrida del fruto, es preciso mirar con esperanza lo mucho que hay por hacer.
Sin embargo, ante la inmensidad de la labor y la escasez de nuestras fuerzas puede insinuarse un cierto desánimo, una pregunta perpleja: “¿cómo voy a ser capaz de hacer todo lo que Dios me pide?, ¿por donde empiezo?... Hace tiempo, en un coloquio con sacerdotes, uno ya anciano le planteaba esta situación a Benedicto XVI. La respuesta del Papa es plenamente actual, más en este contexto de final de año sacerdotal, en el que no sin una particular providencia de Dios –que sabe servirse de todo y de todos- ha habido una “purificación” del sacerdocio. Citando a San Gregorio Magno, el Papa observa que “cada uno conozca infirmitatem suam” (su debilidad). También el Papa, día tras día, debe conocer y reconocer “infirmitatem suam”, sus límites. Debe reconocer que sólo colaborando todos, en el diálogo, en la cooperación común, en la fe, como “cooperatores veritatis”, de la Verdad que es una Persona, Jesús, podemos cumplir juntos nuestro servicio, cada uno en la parte que le corresponde”.
Resulta interesante observar que el primer paso para emprender la labor, que a todas luces aparece inmensa, inabarcable, es reconocer los propios límites. No para desanimarse o en un alarde de realismo, estrechar el horizonte de acción y empobrecer la meta, sino para sustentarnos en el suelo firme de la verdad: no somos nosotros los que lo vamos a hacer todo, menos cada uno por separado, peleando sus propias guerras: solamente todos, trabajando en comunión “podemos componer el “mosaico” de un trabajo pastoral que responda a la magnitud de los desafíos”. Y sobre todo, siendo conscientes de que la Iglesia es de Él, y nosotros solo somos sus “cooperadores”. Por eso “la primera necesidad de todos nosotros es reconocer con humildad nuestros límites, reconocer que debemos dejar que el Señor haga la mayoría de las cosas”.
En ese coloquio con sacerdotes, reluce con nitidez la imagen del Papa como hombre, como persona que siente y sufre, mostrándosenos así más cercano, y permitiéndonos reconocernos en sus sufrimientos y esperanzas, en sus luchas: “Hay que reconocer que cada uno de nosotros pasa por momentos en los que puede desanimarse ante la magnitud de lo que tiene que hacer y los límites de lo que en realidad puede hacer. Esto sucede también al Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la Iglesia, con tantos problemas, con tantas alegrías, con tantos desafíos que afronta la Iglesia universal? Suceden tantas cosas cada día y no soy capaz de responder a todo. Hago mi parte, hago lo que puedo hacer. Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos buenos colaboradores”.
Con esta actitud el Papa ha seguido adelante, llevando el peso que el Señor ha puesto sobre sus espaldas con una sonrisa y esperanza. Así está culminando el “Año Sacerdotal”, y a pesar de las críticas y sinsabores, tampoco ha estado privado de consuelo: la calurosa acogida que ha tenido en Malta, Portugal y la semana pasada en Roma misma no permiten mentir; no es una concesión al triunfalismo o a un optimismo fatuo, sino la gozosa realidad de que la fe sigue viva y creciendo en multitud de corazones, para los cuales una parte importante de sus creencia es manifestar su afecto al Pontífice, que en palabras de Santa Catalina de Siena es “el dulce Cristo en la Tierra”. Pidamos especialmente por el Papa, sus colaboradores y los sacerdotes en el ocaso del jubileo sacerdotal
Podríamos pensar que el “Año Sacerdotal” ha quedado marcado por la “purificación” dejándonos un amargo sabor de boca. Todo lo contrario, nada escapa a la Providencia de Dios: las ramas secas bien caídas están y la poda favorece a que reverdezca el árbol bimilenario de la Iglesia. La purificación ha tenido muchos reflectores, es necesaria; pero es más importante la conversión, la renovación sacerdotal de la inmensa mayoría de los presbíteros del mundo. Si bien a ésta no se le hace publicidad, sus frutos quedarán en la Iglesia y contribuirán a crear, con el humilde servicio sacerdotal, una nueva Pentecostés.