El sacerdote dirige una nueva reflexión a los ejercitantes. Quiere hablarles ahora de la vida contemplativa, de esos religiosos y religiosas que viven encerrados en monasterios y conventos.
Dejemos hablar al predicador. “Existen amigos silenciosos y, sin embargo, imprescindibles. Pensemos por un momento en el verde de los prados, en las hojas de pinos, encinas, hayas, abedules, palmeras, plátanos, alcornoques, abetos, robles, álamos, abedules.
Tú y yo respiramos gracias a esos amigos silenciosos. Miles de árboles y de plantas que limpian el aire de anhídridos y gases tóxicos, que arrojan moléculas de oxígeno saludable.
Son amigos a los que no damos las gracias, en los que no pensamos casi nunca. Tal vez los miramos con indiferencia cuando nos toca pasar a su lado. Otras veces nos permitimos arrancar una rama verde, frondosa, simplemente como pasatiempo, sin mayor respeto. A fin de cuenta, ¿protestan los árboles, se quejan las espigas?
Sin embargo, no podríamos vivir sin ellos. Pensar en las «hermanas plantas», reconocer su valor, su utilidad, su riqueza y su espíritu solidario para con los demás seres vivientes, debería ser algo normal en nuestros corazones. Desde ellas y con ellas, también nosotros podemos dar gracias a un Dios que pinta de colores mil prados y sanea ese aire que nutre tus pulmones y los míos”.
El sacerdote se detiene un momento, mira por la ventana, otea un campanario que se asoma entre los robles de la colina más cercana.
“Pues bien, también en la vida espiritual existen hombres y mujeres especiales. Son cristianos que atraen la mirada de Dios, que limpian un poco el pecado, que devuelven paz a corazones afligidos, que lanzan al mundo rayos de esperanza.
Son hombres y mujeres contemplativos, encerrados en un monasterio, silenciosos y discretos, poderosos y llenos de amor a sus hermanos. Casi nadie les ve. Están como aislados, en lugares donde el ruido no llega, donde el verde es más intenso, donde la paz se contagia por los poros.
Muchos pasan ante la tapia de un convento con la frialdad con la que pasan ante una encina. No perciben que allí ocurre algo inmenso, sublime: corazones miran al cielo, rezan a Dios, piensan en el mundo herido, detienen batallas, cambian a pecadores y consiguen que un moribundo llame a un sacerdote para pedir perdón al Cristo amigo.
Si sentimos gratitud ante un ciprés, ante la risa bulliciosa de un castaño o el juego de colores de un plátano que se prepara al frío del invierno, deberíamos sentir una gratitud infinitamente mayor hacia quienes, como contemplativos, como orantes, sanean el mundo del espíritu, permiten la llegada de Dios a lo más profundo de este mundo herido y angustiado”.
Desde la colina, suena la campana. Las religiosas salen, en silencio, de sus celdas. Van a la capilla, mientras una lámpara brilla ante el Sagrario. Poco a poco, de rodillas, llenan una pequeña sala, mientras desde su corazón fluye un rezo sencillo, profundo, por el mundo, por la paz, por los hambrientos, por los presos, por los pecadores, por los sacerdotes, por los esposos, por los ancianos, por los novios, por los pequeños. También por ti y por mí.
Una oración que puede cambiar mil vidas, puede evitar esa terrible guerra, puede dar esperanza a unos pobres. Una oración que puede hacer que un rico (o uno no tan rico) deje sus apegos y decida, sencillamente, sin fotos ni aspavientos, emplear lo mejor de su vida y de su dinero para servir, para dar, para mejorar un mundo a veces triste y viejo.
Una oración que puede decidir la historia, en lo grande y en lo pequeño, en lo más profundo de los corazones, donde cada uno nos encontramos a solas, en misterio, con un Dios que es bueno, que es Padre, que nos quiere como a hijos, con amor eterno.