En muchos libros de historia e incluso entre católicos se suele hablar del Concilio de Trento como si hubiera sido la “contrarreforma” que la Iglesia preparó para frenar y contener la “reforma” protestante.
Existen, sin embargo, motivos importantes para no hablar de “contrarreforma” católica, sino de “reforma” católica, al referirnos al Concilio de Trento. Intentemos presentarlos ahora de un modo breve.
La idea de organizar un concilio para reformar a la Iglesia había estado presente continuamente en los últimos siglos de la Edad Media. Más aún, hubo algunos concilios, como el de Constanza (1414-1418), que buscaron caminos para iniciar la reforma.
A inicios del siglo XVI, antes de la rebelión de Lutero, el V Concilio de Letrán (1512-1517) había aprobado diversos decretos de reforma del clero y de la Curia. Además de este concilio, hubo reforma locales, sea en países como España (especialmente gracias al cardenal Cisneros), sea en órdenes religiosas que se renovaban poco a poco, sea a través de la fundación de nuevas órdenes o congregaciones.
Los deseos de reforma, después de los problemas y tensiones surgidos a raíz de las nuevas herejías que surgieron en Europa (especialmente a causa de Lutero, Calvino, Zwinglio, Melanton, etc.), continuaron y aumentaron. Para canalizar tales deseos, los Papas y grandes hombres de Iglesia pedían un concilio que fuese más a fondo y que tuviese efectos más profundos.
El concilio debería proponerse dos fines: por un lado, dialogar con los cristianos separados (los que conocemos bajo el nombre de “protestantes”, en sus diferentes grupos) para recuperar la unidad en la fe. Para este diálogo, habría que establecer con claridad cuál era la doctrina católica y lo que debía ser considerado como herético. Por otro, el concilio debería promover la deseada reforma en la Iglesia, para vivir más a fondo las enseñanzas de Cristo.
Después de numerosas peripecias, de proyectos más o menos serios, de dificultades enormes debidas a la compleja situación política de Europa con guerras que ensangrentaban el viejo mundo, el Papa Paulo III (1534-1549) decidió acometer una profunda reforma general de la Iglesia católica. Instituyó para ello varias comisiones de reforma, que permitieron aplicar importantes cambios en la misma Curia romana. Desde la primera reunión con los cardenales (el 17 de octubre de 1534), el Papa habló, además, de la necesidad de un concilio de toda la Iglesia.
A pesar de que muchos cardenales no veían con buenos ojos la idea, Paulo III trabajó con denuedo para que el concilio pudiera ser una realidad. En 1537 hubo un primer proyecto de celebración del mismo, en la ciudad de Mantua. Luego hubo un segundo intento de celebración, en la ciudad de Vicenza (1538). Pero a causa de las rivalidades y oposiciones manifestadas por Francia y por el emperador Carlos V, el proyecto quedó detenido por un tiempo.
Cuando las circunstancias fueron favorables, el Papa volvió a lanzar la idea, y se determinó celebrar el concilio en la ciudad de Trento, al norte de Italia y muy cerca de los territorios alemanes. La elección de tal ciudad tenía como motivo invitar a los protestantes para que el concilio pudiese resolver con ellos las cuestiones que habían dividido el mundo cristiano occidental.
Tras superar nuevas dificultades, algunas surgidas por nuevas tensiones entre Francia y España, el 13 de diciembre de 1545 iniciaba solemnemente el concilio en Trento.
Entre los participantes hay que señalar la presencia de los legados del Papa, de grandes cardenales y obispos, de importantes teólogos, de abades y otras personalidades de la Iglesia. También se encontraban representantes de las naciones cristianas, interesadas de modo diverso en promover la reforma católica y la pacificación entre los cristianos.
Podemos señalar aquí algunos importantes obispos y teólogos del concilio: el obispo español Pedro Pacheco (que fue nombrado en seguida cardenal), los jesuitas Diego Laínez y Alfonso Salmerón (enviados al concilio como teólogos pontificios), los dominicos Melchor Cano y Domingo de Soto, los franciscanos Alfonso de Castro y Andrés Vega.
¿Cuál fue el sistema de trabajo que escogió el concilio? Los legados del Papa recibían de Roma instrucciones sobre los temas que sería conveniente tratar y los presentaban a los padres conciliares. Luego los padres del concilio trabajaban en tres etapas:
1. En la primera, los teólogos y canonistas estudiaban, en sesiones o congregaciones privadas, las cuestiones presentadas y emitían unas primeras conclusiones.
2. En la segunda, los obispos y embajadores discutían en congregaciones generales las conclusiones dadas por los teólogos. Estas discusiones permitían alcanzar acuerdos casi definitivos, que podían pasar a la última etapa.
3. En la tercera, las conclusiones eran proclamadas solemnemente en sesión pública.
Todas las conclusiones aprobadas en votación por el concilio eran luego presentadas al Papa para que decidiese si aceptarlas o modificarlas en algún aspecto. En general, los distintos papas del concilio aprobaron y publicaron las distintas conclusiones elaboradas en Trento.
Según una de las primeras decisiones del concilio, que marcó la tónica del mismo, deberían discutirse conjuntamente las cuestiones doctrinales y las cuestiones disciplinares. En otras palabras, el concilio no se limitaría sólo a las cuestiones más importantes sobre la fe católica, que había sido negada en aspectos muy graves por los protestantes, sino que también promovería caminos para reformar de modo correcto la vida de la Iglesia católica.
El concilio de Trento estaba en marcha desde diciembre de 1545. Pero su camino fue largo y con interrupciones que más de una vez amenazaron con dejar la tarea a medio camino.
En forma de resumen, hay que recordar que el concilio se desarrolló en tres etapas.
La primera etapa (1545-1547) tuvo lugar durante el pontificado de Paulo III. Los primeros decretos aprobados (8 de abril de 1546) trataron sobre las fuentes de la fe católica y sobre el texto de la Sagrada Escritura, su administración y su uso. Es decir, fueron tratados temas doctrinales y temas disciplinares o de reforma, con indicaciones precisas sobre cómo proceder en la edición de los libros sagrados.
Dentro de la primera etapa, en junio del mismo año 1546, era aprobado el decreto sobre el pecado original (tema doctrinal), y un decreto de reforma con dos partes (sobre la enseñanza de la Sagrada Escritura y la teología, y sobre la predicación).
A los pocos días iniciaba un largo periodo de debates sobre el tema de la justificación. Entre junio de 1546 y enero de 1547 se dedicaron a este tema 44 congregaciones particulares y 61 congregaciones generales, que llevaron a un decreto profundo y denso sobre uno de los temas más candentes surgidos de las discusiones con los protestantes. Junto a este decreto dogmático se aprobó un decreto de reforma dedicado al tema de la residencia de los obispos.
En marzo de 1547 fueron aprobados decretos dogmáticos sobre los sacramentos en general, y especialmente sobre el bautismo y la confirmación; y varios decretos de reforma: sobre las cualidades de los prelados, y sobre la acumulación de obispados y prebendas.
Diversas circunstancias detuvieron los trabajos del concilio. En la primavera de 1547 muchos creyeron que había iniciado un brote de peste en Trento, por lo que la mayoría de los padres conciliares decidieron trasladarse a la ciudad de Bolonia. Otros padres, en cambio, permanecieron en Trento. La división hizo que el Papa y sus legados no viesen oportuno aprobar nuevos decretos. Otras circunstancias políticas llevaron a que el concilio quedase casi bloqueado a finales de 1547, y el mismo Papa Paulo III, en septiembre de 1549, suspendía de modo indefinido los trabajos del mismo.
Quedaban pendientes, sin embargo, numerosos temas y problemas que necesitaban ser estudiados. Con la elección como Obispo de Roma de Julio III (1550-1555), se procedió a una nueva reforma de la curia, y se decidió la reanudación del concilio.
La segunda etapa del concilio (1551-1552) significó el regreso de los padres conciliares a la ciudad de Trento y llevó a la aprobación de un buen número de documentos. De carácter dogmático fueron aprobados los decretos sobre la eucaristía, el sacrificio de la misa, la penitencia, la extremaunción (unción de los enfermos), y el sacramento del orden.
Los decretos disciplinares de esta segunda etapa estuvieron dedicados a los siguientes temas: la jurisdicción de los obispos, los procesos eclesiásticos, las admisiones a las órdenes sagradas, el modo de vestir de los clérigos.
Es interesante recordar que en esta segunda etapa se enviaron salvoconductos a teólogos protestantes para que pudiesen participar en las diversas discusiones. Varios de esos teólogos llegaron a partir de octubre de 1551, pero formularon exigencias que ni los padres conciliares ni el Papa podían aceptar. La presencia de los delegados protestantes entorpeció, por lo mismo, la marcha del concilio, que no pudo alcanzar nuevos acuerdos.
A causa de una rebelión contra Carlos V preparada por diversos príncipes protestantes y que fueron apoyados por Enrique II de Francia, la situación política y militar llevó a que el 28 de mayo de 1552 los padres del concilio decidiesen la suspensión del mismo durante dos años.
La muerte de Julio III detuvo ulteriormente los trabajos. El concilio no pudo reanudarse durante el breve pontificado de su sucesor, Paulo IV (1555-1559). Sería el siguiente Papa, Pío IV (1559-1565) quien convocase lo que hoy conocemos como la tercera etapa del concilio de Trento (1562-1563).
En esta última etapa participaron numerosos eclesiásticos. Entre los que firmaron las actas finales del concilio el 4 de diciembre de 1563, había 4 legados del Papa, 2 cardenales, 3 patriarcas, 25 arzobispos, 167 obispos, 7 abades, 7 generales, 19 procuradores (representantes) de prelados ausentes, y 19 embajadores de reinos cristianos.
En esta etapa fueron aprobados decretos dogmáticos sobre los siguientes temas: la comunión bajo una sola especie, el santo sacrificio de la misa, el sacramento del orden (dedicado especialmente al episcopado), el sacramento del matrimonio (con el decreto Tametsi que prohibía y declaraba inválidos los matrimonios celebrados en privado a partir de entonces), el purgatorio, la invocación y veneración de las reliquias y de los santos (así como de sus imágenes), las indulgencias.
En el campo disciplinar fueron tratados estos argumentos: la disciplina del clero, la formación de los sacerdotes (con la petición expresa de instituir seminarios para este fin), el modo correcto de celebrar la misa, los testamentos y la administración de las causas pías, las normas para elegir obispos y cardenales, la obligación de celebrar sínodos provinciales cada tres años, la visita pastoral, la predicación, la instrucción de la juventud, la reforma monástica, la mortificación, la guarda de los ayunos, la observancia de los días de fiesta indicados por la Iglesia, etc.
Respecto a la comunión bajo una sola especie, que fue la disciplina adoptada por el concilio, es interesante notar que se dio un permiso especial a algunos obispos alemanes para que pudieran repartir la comunión bajo las dos especies (del pan y del vino) en sus diócesis. Tal concesión, sin embargo, causó no pocos problemas, y fue suprimida en Baviera en 1571, y en Austria en 1584.
Otras indicaciones dadas en esta etapa se referían a la necesidad de preparar un Misal y un Breviario (Liturgia de las Horas) corregidos, un Catecismo, y un índice de libros prohibidos. Estos textos fueron publicados en los años sucesivos y ayudaron mucho a la vida de la Iglesia.
La larga enumeración (y no completa) del trabajo realizado por el concilio de Trento muestra hasta qué punto se trató de un evento de importancia indiscutible, originado no sólo desde el deseo de responder a los errores de la reforma protestante, sino, sobre todo, desde el anhelo de promover una auténtica y profunda reforma católica.
Podemos así concluir, como han indicado importantes estudiosos de la historia de la Iglesia, que sería un abuso usar la palabra “reforma” para referirse a los protestantes, y la palabra “contrarreforma” para aludir a los católicos.
Como acabamos de ver, los Papas no convocaron el concilio de Trento simplemente para actuar “contra” los movimientos heréticos surgidos en el siglo XVI, sino sobre todo para actuar “a favor” de una profunda renovación en la misma Iglesia en todos los niveles: la doctrina, los sacramentos y la liturgia, la Curia romana, los obispos, los sacerdotes, las órdenes y congregaciones religiosas, los fieles laicos.
Lo más correcto sería, entonces, hablar de dos reformas: una protestante (que llevó a graves desviaciones doctrinales y a algunos serios abusos morales) y otra católica.
Trento, en ese sentido, fue una gracia extraordinaria para la Iglesia católica, un evento que alentó, organizó y relanzó el deseo de renovación cristiana que el Espíritu Santo había suscitado en muchos corazones de fieles hijos de la Iglesia, de auténticos seguidores de Jesucristo.