Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.
Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”
Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.
Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.
Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?
Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.
Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.
¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.
Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?
Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?
Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.