¿Cómo vemos, cómo miramos a quienes viven a nuestro lado? ¿Qué pensamos de personas que nos acompañan en el tren o en el autobús, en la oficina o en la fábrica, en el bar o en el cine?
Muchas veces nuestros ojos pasan rápido por cientos de rostros. Una mirada desenfocada, teñida tal vez de discreción, se posa ante tantas vidas que parecen anónimas, silenciosas, quizá simpáticas o molestas, a las que no prestamos casi ningún interés.
Existe otro modo de ver a nuestros semejantes. Cuando descubrimos que son amados por Dios, cuando reconocemos que son hermanos nuestros, cuando aceptamos que tienen sueños y amores, miedos y esperanzas como nosotros... entonces miles de rostros se iluminan y adquieren un valor distinto, una fuerza de comunicación extraordinaria, una capacidad de encuentros vivos.
Para ello, necesitamos acercarnos a Dios. Cuanto más cerca estemos del Señor, más fácil nos resultará ver horizontes nuevos en nuestro hermano. “Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento” (Benedicto XVI, “Deus caritas est” n. 18).
Empezamos, entonces, a ver a los otros con los ojos de Cristo, desde una perspectiva nueva, sumamente rica, dinámica, comprometedora: “aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo” (“Deus caritas est”, n. 18).
Esa mirada va a fondo, pues permite descubrir en el otro aquello que más desea (que todos deseamos): “su anhelo interior de un gesto de amor, de atención... Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (“Deus caritas est”, n. 18).
Amar y ser amados. Cristo nos enseña el camino: nos invita a vivir en el amor, porque “Dios es amor”. “Quien no ama no conoce a Dios [...]. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (cf. 1Jn 4,6-21).
Ver y ser vistos con los ojos de Cristo. El corazón, entonces, brillará con una luz nueva, porque latirá junto al amor creador de un Padre que nos ama con locura.