En una homilía sobre la Virgen, San Bernardo decía: “Cuando se levanten los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María.(...) No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si le ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara.”
El título amabilísimo de la Virgen, ¡Madre!, constituye el fundamento de nuestra esperanza en su intercesión. Ella nos tiene presentes y es nuestra Abogada. Por eso, en vez de crear distancia entre Ella y nosotros, debemos de acercarnos con confianza. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida. Para Ella, nadie se queda en el anonimato.
La Santísima Virgen nos sirve de ejemplo. Su existencia se desenvuelve
habitualmente en una atmósfera de normalidad, la misma que constituye
la trama de nuestras jornadas.
Recientemente, Juan Pablo II llevó a al santuario de Lourdes, Francia, una intención muy especial. Pidió el auxilio de la Virgen para sanar el alma del
“hombre moderno”. Según el Papa, el mensaje divino que la Virgen dio al
mundo en Lourdes es que “a través de la oración y la penitencia, la victoria
de Cristo puede tocar a todas las personas y todas las sociedades”.
El Santo Padre dijo que “para cambiar nuestra conducta, debemos escuchar la
voz de nuestra conciencia, donde Dios nos ha dado la facultad de reconocer
el bien y el mal. Es desafortunado que muchas veces el hombre moderno
parezca haber perdido el poder de saber qué es el pecado. Es necesario
rezar por él, para que experimente un nuevo despertar interior, que le permita
redescubrir completamente la santidad de la Ley de Dios y los deberes
que de él provienen”, señaló el Pontífice.
El Papa recordó que la Virgen se apareció a Santa Bernardita en Lourdes cuatro años antes de la proclamación del dogma presentándose a sí misma como
la “Inmaculada Concepción”. “Regresar a Lourdes como signo de esta verdad
luminosa de la fe es para mí un regalo especial de la Divina Providencia”,
señaló.
Pensemos, ¿qué mejor aliada que la Virgen María en esta tarea de la nueva
evangelización? Reaccionemos con una oración más profunda, con más
penitencia, y con un hablar claro ante la conducta de amigos y conocidos que
se dejan vencer ante el mensaje de placer.
San Juan Apóstol y Evangelista, describe en su Apocalipsis, la figura de “una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona
de doce estrellas. Está encinta y grita al sufrirlos dolores del parto” (Ap
12,1-2). Esa visión se refiere tanto a la Iglesia como a la Virgen María.
San Pío X escribe: “San Juan vio a la Madre de Dios gozando ya en la eterna
bienaventuranza y, sin embargo, en los dolores de un misterioso alumbramiento. ¿Cuál? El nuestro indudablemente, que detenidos todavía en este destierro, tenemos necesidad de ser engendrados al perfecto amor de Dios y a la eterna felicidad”.
San Pío X escribía también: “María, llevando en su seno al Salvador, llevaba
también a todos aquellos para quienes la vida estaba contenida en la vida
del Salvador. Todos, pues, os que estábamos unidos a Cristo (...) hemos
salido del seno de la Virgen a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por
eso somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y
Ella es Madre de todos nosotros” (Litt enc. Ad diem illum, 2-II-1904).