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Comedias y tragedias

“Con las mismas letras se componen una tragedia y una comedia”, decía Aristóteles. O, en palabras de casa, con los mismos ingredientes se prepara un sabroso mole o una mezcla imposible de digerir: todo depende del arte del cocinero...

Esta frase vale, en cierto modo, para nuestras vidas. Dos niños tienen padres, tienen hermanos, viven en un mismo barrio, van a la misma escuela. Quizá incluso, en un test psicológico, descubrimos que tienen casi las mismas habilidades técnicas, el mismo tipo de memoria, la misma creatividad artística. Y, sin embargo, uno obedece, es tranquilo, progresa en sus estudios. El otro no tiene paz ni deja en paz a nadie, y sus calificaciones son tan variables como las curvas de una montaña rusa...

Intuimos que educar a un niño no es tan fácil como preparar una sopa o escribir una carta. Los “ingredientes” pueden ser más o menos claros, pero hay que saber mezclarlos y combinarlos de modo correcto. Además, tarde o temprano aparece en el niño (a veces cuando todavía lo creemos “muy niño”) la libertad. Desde ella acepta o rechaza lo que se le ofrece, construye una personalidad “buena” o una personalidad rebelde e, incluso, una personalidad con señales de crueldad patológica.

Santo Tomás, un filósofo y teólogo del mundo medieval, escribía que el primer acto libre de un niño lo lleva a amar a Dios o lo aleja de Dios. Nos puede resultar extraña esta afirmación, pero dice una cosa tan sencilla como esta: cuando uno es libre puede hacer algo bueno o algo malo. Lo primero nos lleva a Dios. Lo segundo nos aparta de Dios. Esto, que es verdad para el niño que empieza a ser libre, vale siempre para quienes usamos la libertad desde hace más o menos tiempo, de un modo continuo, ineludible: no podemos dejar de ser libres. Nos hacemos buenos, nos acercamos a Dios, o nos vamos alejando, poco a poco, de su Amor.

Cada acto libre, además, escribe nuestra biografía, es el alfabeto con el que representamos nuestra comedia o nuestra tragedia. Somos hijos de nuestros propios actos: nos engendramos a nosotros mismos, como decía san Gregorio Niseno, un obispo de los primeros siglos de la Iglesia.

Algunos tienen miedo de esta libertad, y prefieren que sean otros quienes decidan por ellos. Incluso, en este caso, el resultado es siempre responsabilidad (a veces “culpa”) de cada uno, pues el que renunció a su libertad lo hizo (si no estaba loco) a sabiendas, libremente. Además, si uno se decide a obedecer a otros, siempre se mantiene abierta la propia libertad para dar marcha atrás, para cambiar de ruta. De lo contrario, habría dejado de ser un hombre libre, y entonces habría que curarlo con la ayuda de un psiquiatra.

Todos estamos llamados a aceptar, cada día, cada hora, el riesgo de nuestra existencia. A veces escribimos páginas de héroes. Otras veces escribimos páginas que preferiríamos no volver a leer nunca, pero que quedan ahí, inalterables, para bien o para mal. Una traición a un amigo, una cobardía en el trabajo, un pequeño gesto de infidelidad matrimonial... Cierto, siempre se puede pedir perdón, siempre está abierta la puerta del cambio, pero la historia queda ahí, y ¡cómo nos gustaría no habernos equivocado en algunas ocasiones!

¿Qué libro estoy escribiendo? ¿Cómo uso mi libertad? ¿Qué hago con todos los dones que he recibido? Son preguntas que deberíamos hacernos con frecuencia. El tiempo pasa veloz, los cumpleaños se suceden cada vez más deprisa. Dejamos una huella en la historia humana, y construimos ese mundo que recibirán nuestros hijos.

Las puertas del cielo no son indiferentes ante nuestras decisiones: no podemos entrar allí con un libro completamente lleno de egoísmo y de odio. Urge ver hacia dónde vamos y tener el valor de cambiar, cuando sea necesario, aunque duela. Ya hay demasiadas tragedias por el mundo para que se escriba una más. La humanidad necesita un poco de alegría y de esperanza, y podemos darla si sabemos abrirnos, ¿por qué no? a un Dios que es bueno y que quiere escribir, si le dejamos, nuestros nombres en el libro de la vida...