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Carta del Prelado (agosto 2008)
Siguiendo al Santo Padre, el Prelado nos invita a profundizar en la figura y las enseñanzas de San Pablo, sacando consecuencias prácticas para nuestra vida en este año paulino: "¿Quién es Pablo? ¿Qué me dice a mí?".
06 de agosto de 2008
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Os envío estas líneas desde Manila, una de las etapas del viaje que me ha llevado por diversos países de Asia y Oceanía. En todos los sitios he tenido ocasión de comprobar el amor a Dios y la vibración apostólica de mis hijas y de mis hijos. Entiendo —con las distancias lógicas— y hago mías las palabras de San Pablo: damos continuamente gracias a Dios por todos vosotros, teniéndoos presentes en nuestras oraciones. Sin cesar recordamos ante nuestro Dios y Padre vuestra fe operativa, vuestra caridad esforzada y vuestra constante esperanza en Nuestro Señor Jesucristo[1]. Uníos a este agradecimiento mío, repitiendo muchas veces aquel gratias tibi, Deus, gratias tibi! que acudía con naturalidad a los labios de nuestro Padre, cuando miraba esta partecica de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei.
Mientras recorremos este año especialmente dedicado al Apóstol de las gentes, tenemos bien presente que —al inaugurarlo— el Romano Pontífice nos sugería: no nos preguntamos sólo: ¿quién era Pablo? Nos preguntamos sobre todo: ¿quién es Pablo? ¿Qué me dice a mí?[2]. Y, tomando el conocido texto a los Gálatas —la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí[3]-, el Santo Padre añadía: todo lo que Pablo hace, parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de una manera totalmente personal; es la conciencia del hecho de que Cristo ha afrontado la muerte, no por algo anónimo, sino por amor a él —a Pablo— y que, como Resucitado, le ama todavía[4]. Sí, con ese mismo amor nos ha buscado a nosotros.
Después del encuentro en el camino de Damasco —encuentro que revolucionó completamente su vida—, Cristo se convirtió en el punto focal de la persona y de la obra de Saulo, hasta el punto de que el Apóstol pudo afirmar con toda verdad: mihi vivere Christus est[5], para mí, el vivir es Cristo. Y lo explica muy gráficamente a los cristianos de Filipos: cuanto era para mí ganancia, por Cristo lo considero como pérdida. Es más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir en Él, no por mi justicia, la que procede de la Ley, sino por la que viene de la fe en Cristo, justicia que procede de Dios, por la fe[6].
Enseñanza válida y siempre actual para todos los cristianos. Es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra propia vida[7], subraya el Papa. Alimentemos en nuestros corazones este único afán: vivir en Cristo, de Cristo y por Cristo; tratarle en la oración y en la Eucaristía, para identificarnos más y más con Él; llevarle a las personas que encontramos a lo largo de nuestro camino. Consideremos que, lo que nos pueda apartar de Dios, hemos de considerarlo basura —como Pablo— y rechazarlo enérgicamente lejos de nosotros, con la gracia del Señor.
Para llegar a esta identificación con Jesús, aspiración y meta de la persona cristiana, en primer lugar, hemos de creer firmemente en Él, adherirnos completamente a los planes que dispone para cada uno de nosotros. San Pablo nos ayuda a entender que la fe debe informar no sólo la inteligencia, sino también la voluntad y el corazón: nuestro ser entero. Afirma que la justificación —el don de Dios por el que somos librados de nuestros pecados e incorporados a la comunión de vida con la Trinidad Beatísima— precede a toda obra o mérito humano. Procede de una elección pura y gratuita del Amor divino. En su carta a los Romanos, por ejemplo, escribe San Pablo: el hombre es justificado por la fe, con independencia de las obras de la Ley[8]. Y a los Gálatas: como sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por medio de la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley, ya que por las obras de la Ley ningún hombre será justificado[9].
Ser justificados significa saberse acogidos por la justicia misericordiosa de Dios, entrar en comunión con Él y, por eso, participar de su santidad de modo real y verdadero: nos hace verdaderos hijos suyos, en Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo. Comentando esas palabras del Apóstol, el Papa explica que San Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, el nuevo rumbo que tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. San Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de Dios y de su ley (...). Sin embargo, a la luz del encuentro con Cristo, comprendió que antes sólo había buscado construirse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo. Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación la expresa así: “la vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20)[10].
Hemos de seguir un camino de fe, para poder vivir en Cristo. Te lo dice San Pablo, alma de apóstol: “Justus ex fide vivit.” —El justo vive de la fe.
—¿Qué haces que dejas que se apague ese fuego?[11].
Precisamente porque esta virtud la recibimos como don gratuito, hemos de impetrarla de Dios con humildad. Este primer paso, constantemente renovado, se torna siempre más necesario para avanzar por el camino de la vocación cristiana. ¿Se la pedimos al Señor cada día? Adauge nobis fidem![12], clamaban los Apóstoles dirigiéndose al Maestro, al tomar conciencia de sus límites e imperfecciones. Y así hemos de comportarnos nosotros. ¡Qué buena jaculatoria para que la repitamos frecuentemente! Además, al rezar en primera persona del plural, nos abrimos a los demás: nos reconocemos hijos del mismo Padre celestial, hermanos en Cristo, y nuestra oración será escuchada más fácilmente, porque nos empujará a no encerrarnos en el círculo de nuestro “yo”, que es el gran enemigo de la identificación con Jesucristo, sino a girar en torno a Dios, a pensar en los otros por Dios.
San Josemaría, firmemente persuadido de esta realidad, puntualizaba que —luchando por conducirnos de este modo— se despeja la senda para llegar a ser contemplativos en medio del mundo. Esta convicción, añadía, nos llevará a preocuparnos siempre de los demás, por amor de Dios, y a no pensar en nosotros mismos; de modo que al final de la jornada, vivida en medio de los afanes de cada día, en nuestro hogar, en nuestra profesión u oficio, podremos decir, al hacer nuestro examen de conciencia: ¡Señor, no sé qué decirte de mí: he pensado sólo en los otros, por Ti! Lo que, con palabras de San Pablo, se podría traducir: vivo autem, iam non ego: vivit vero in me Christus! (Gal 2, 20). ¿No es esto ser contemplativos?[13].
El Apóstol escribe innumerables veces en sus epístolas que el cristiano está “en Cristo”, o lo que es igual, que “Cristo está en vosotros”. Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de San Pablo, completa su reflexión sobre la fe, pues la fe —explica Benedicto XVI—, aunque nos une íntimamente a Cristo, subraya la distinción entre nosotros y Él. Pero, según San Pablo, la vida del cristiano tiene también un componente que podríamos llamar “místico”, puesto que implica ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros[14]. De ahí que el Apóstol pueda exhortarnos: tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[15]. ¿Entiendes ahora aquella insistencia de nuestro Padre, repitiendo: vultum tuum, Domine, requiram?[16].
Hijas e hijos míos, toda esta enseñanza maravillosa no se queda en una entelequia, no se reduce a una simple teoría, sino que es una realidad palpitante, que hemos de esforzarnos por traducir en la práctica; y, además, está al alcance de cada uno, con la gracia de Dios, como le sucedió al Apóstol de las gentes.
El Santo Padre nos invita también a sacar dos consecuencias. Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, más aún, de adoración y alabanza (...). Es necesario que a nada ni a nadie rindamos el homenaje que le rendimos a Él. Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo espiritual; de lo contrario, en vez de gozar de la libertad alcanzada, volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante.
Por otra parte, nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que “estamos en Él” tiene que infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría[17].
¡Cómo cambia la vida cuando estas luces se mantienen perennemente encendidas en el alma! Esforcémonos en hacer resonar esta buena nueva en los oídos de muchas y de muchos. Podemos estar seguros de que el año paulino trae consigo una gracia especial para difundir estas verdades.
En la Virgen María, la actitud de fe y la identificación con Cristo llegaron a las cimas más altas que una criatura puede alcanzar. Al celebrar en este mes su gloriosa Asunción en cuerpo y alma al Cielo, nos maravillamos una vez más contemplando los prodigios que la gracia divina es capaz de realizar, si encuentra correspondencia en las personas. Ciertamente, en la Virgen María, elegida desde la eternidad para ser Madre del Verbo encarnado, el favor divino se manifestó con plenitud. Nosotros, hijos suyos y hermanos de Jesucristo, queremos parecernos a nuestra Madre. Por eso, al renovar el día 15 la consagración de la Obra a su Corazón Dulcísimo e Inmaculado, roguémosle que se vuelvan realidad —en cada una y en cada uno— las súplicas que le dirigimos.
El mes de agosto trae consigo otras conmemoraciones. El día 23 es el aniversario de cuando Juan Pablo II dio a conocer su decisión de erigir el Opus Dei en prelatura personal. Un 7 de agosto, en 1931, San Josemaría comprendió con luces nuevas que los fieles de la Obra —mujeres y hombres— están llamados a poner la Cruz de Cristo en el pináculo de todas las actividades humanas.
Precisamente en esta fecha, aniversario de mi ordenación sacerdotal, tendré la alegría de clausurar las sesiones del proceso instruido en el Tribunal de la Prelatura con vistas a la Causa de canonización del queridísimo don Álvaro. Ya os he pedido, en varias ocasiones, que encomendemos los pasos sucesivos: el reconocimiento oficial de la santidad del primer sucesor de nuestro Padre redundará en gran bien para la Iglesia y para las almas.
Vuelvo a las palabras con que he comenzado esta carta. Voy por los diferentes lugares de Oriente con cada una y con cada uno de vosotros: este pensamiento me llena de fortaleza, y me anima a repetiros lo que nuestro Padre quiso poner en la sobrepuerta del sagrario del oratorio de Pentecostés, en la Villa Vecchia: consummati in unum![18]. Hemos de sostenernos los unos a los otros, para que la lucha personal hacia la santidad sea constante, firme, alegre; comenzando y recomenzando cada día, para aprender a amar a Dios en todo.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Manila, 1 de agosto de 2008.
[1] 1 Ts 1, 2-3.
[2] Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008.
[3] Gal 2, 20.
[4] Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008.
[5] Flp 1, 21.
[6] Ibid. 3, 7-9.
[7] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-XI-2006.
[8] Rm 3, 28.
[9] Gal 2, 16.
[10] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-XI-2006.
[11] San Josemaría, Camino, n. 578.
[12] Lc 17, 5.
[13] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 72.
[14] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-XI-2006.
[15] Flp 2, 5.
[16] Cfr. Sal 26, 8 (Vg).
[17] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 8-XI-2006.
[18] Jn 17, 23.