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Carta del Prelado del Opus Dei (septiembre 2010)

 

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Como todos los años, a mediados de este mes celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que nos mueve a contemplar llenos de agradecimiento la maravilla de que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna[1].

El Verbo de Dios se hizo hombre y tomó la condición de siervo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz[2], para salvarnos. Por eso, «al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo la vida»[3].

Para los hijos de Dios en el Opus Dei, esta fiesta guarda un significado especial, desde que el Señor ilustró a nuestro Padre para que comprendiera más profundamente que estamos llamados a alzar la Cruz de Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas nobles. «Instaurare omnia in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 1, 10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la creación, Primogénito y Señor de toda criatura»[4]. Y, para colaborar en la aplicación de la Redención a todas las almas, el Señor nos ha ofrecido también el trabajo profesional, que, con su gracia, hemos de realizar con perfección humana, con espíritu de servicio y rectitud de intención, tratando de convertirlo en oración.

Del sacrificio de Cristo brotan todas las gracias que Dios dispensa a los hombres. Por eso, no cabe poseer la vida sobrenatural, participar en la misión redentora de Jesús, si no nos unimos afectiva y efectivamente a la Santa Cruz: en primer lugar, viviendo lo mejor posible la Misa, donde nos encontramos de modo sacramental, pero realmente, ante el divino Sacrificio del Calvario; que, además, nos impulsa a recibir con alegría las contrariedades y penas de nuestro caminar terreno; más aún, a buscar activamente la mortificación y la penitencia voluntarias, en las pequeñas cosas de cada jornada. «¡Qué dicha tener la Cruz! —exclamaba un Padre de la Iglesia—. Quien posee la Cruz posee un tesoro»[5]. Pero constituiría un error serio confundir la Cruz con la tristeza, con la resignación, con un panorama lúgubre, porque es todo lo contrario: nos trae y nos lleva a la felicidad que está en Cristo, y en Cristo crucificado[6].

San Josemaría supo mucho de sacrificio desde que el Señor se metió tempranamente en su alma, preparándole para la misión que había de confiarle: la fundación del Opus Dei. Siempre aceptó los diferentes trances penosos con ánimo agradecido, aunque a veces no los entendiera. Impulsado por el Espíritu Santo, pronto percibió con hondura que la Cruz anuncia —y anunciará siempre— la garantía de la eficacia sobrenatural en la misión apostólica.

«Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria. En nombre de ese amor victorioso de Cristo, los cristianos debemos lanzarnos por todos los caminos de la tierra, para ser sembradores de paz y de alegría con nuestra palabra y con nuestras obras. Hemos de luchar —lucha de paz— contra el mal, contra la injusticia, contra el pecado, para proclamar así que la actual condición humana no es la definitiva; que el amor de Dios, manifestado en el Corazón de Cristo, alcanzará el glorioso triunfo espiritual de los hombres»[7].

La fecundidad gozosa de la Cruz se pone nuevamente de manifiesto en la conmemoración litúrgica de los Dolores de la Virgen, el día 15. La Iglesia nos invita a contemplar a María junto a su Hijo, que —cosido al Madero por amor— muere por nuestros pecados. La Providencia divina había previsto su presencia en el Gólgota en esa hora, también para que Jesús confiara los hombres a los cuidados de su Madre: Mujer, aquí tienes a tu hijo[8], le dice. Y Ella, en medio de un grandísimo dolor, nos acoge realmente, pues también escucha: aquí tienes a tu Madre[9], cuando el Señor se dirige a Juan. Mientras Jesús moría, nosotros nacíamos a la vida de la gracia, a la existencia nueva de unión con Dios, con la cooperación activa de Nuestra Señora.

Muchos santos y escritores espirituales han puesto de relieve que, si en el nacimiento de Jesús en Belén le fueron ahorrados a Nuestra Señora los dolores de la maternidad física, no sucedió así en el momento de nuestro nacimiento espiritual. «La maternidad universal de María, la "Mujer" de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, "madre de todos los vivientes" (Gn 3, 20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención (...).

»Con miras a esa misión —explicaba el Papa Juan Pablo II—, a la Madre se le pide el sacrificio, para Ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito (...). Su "sí" a ese proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que Ella generosamente acoge, adhiriéndose a la Voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal»[10].

Hijas e hijos míos, nuestra labor de almas dará fruto abundante si —con ánimo sereno y también dichoso— estamos bien unidos a Jesucristo en la Cruz, muy cerca de la Virgen Dolorosa. «La Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Cor 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1 Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Tm 2, 6)»[11].

Éste es el camino que han seguido los discípulos de Jesús desde el comienzo mismo del cristianismo. Apoyados en la fortaleza de la Cruz, dieron a conocer el mensaje de Cristo a las personas con las que se relacionaban, que muchas veces se hallaban muy apartadas de Dios. Así, con la gracia del Señor y con la perseverancia de aquellos primeros, se obró el prodigio de la conversión del mundo pagano.

El día 21 conmemoramos a San Mateo, uno de los primeros Doce, que según la tradición, después de escribir el Evangelio que lleva su nombre, sufrió martirio en Persia. Él mismo había sido destinatario directo del afán de almas del Redentor, que le llamó a seguirle siendo publicano; circunstancia que —para la mayor parte de los israelitas— era sinónimo de pecador público. «Ante estas referencias —comenta Benedicto XVI—, salta a la vista un dato: Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, justamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración: "No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mc 2, 17). La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador»[12].

El ejemplo de Cristo será siempre un acicate para el afán apostólico de todos sus discípulos. También nosotros nos desenvolvemos en el seno de una sociedad en la que, desgraciadamente —lo digo sin tragedia—, muchas personas no saben nada de Dios. Otras caminan por la tierra como si no lo conocieran, lejos de sus mandamientos y de sus enseñanzas. A todos hemos de dirigirnos para acercarlos al Señor. Recuerdo la alegría con que nuestro Fundador acogió las enseñanzas del Concilio Vaticano II, al ver que «tomaba cuerpo con renovada intensidad esa preocupación por llevar la Verdad a los que andan apartados del único Camino, del de Jesús, pues —escribía— me consume el hambre de que se salve la humanidad entera»[13]. Bien podemos afirmar que, en las circunstancias actuales, las fronteras del apostolado ad fidem, tan amado por San Josemaría, se han dilatado extraordinariamente.

En el trato con nuestros compañeros de trabajo, no nos dejaremos arrastrar por ninguna acepción de personas. Como repetía incansablemente San Josemaría, no hay un alma que quede excluida de nuestra caridad. Más aún, hemos de dispensar un trato lleno de cariño a quienes se encuentren más alejados de Dios. «Los enemigos de Cristo —comentaba nuestro Padre en una ocasión— le echan en cara que sea amigo de los pecadores. ¡Claro! ¡Y tú también! Si no, ¿cómo los vamos a convertir?, ¿cómo los vamos a acercar al Médico divino?

»¡Naturalmente que somos amigos de los pecadores! Tú puedes hacer esa labor en tanto en cuanto la amistad con esos hombres no sea un peligro para tu vida interior; siempre que tengas la suficiente temperatura espiritual para levantar la de aquellas personas sin perder la tuya.

»¡Sí!, amigos de los pecadores, amigos de verdad: con vuestra oración, con vuestro trato agradable y sincero, noble, pero evitando que aquello sea un peligro para vuestra alma»[14].

Cada persona con la que coincidimos, por el motivo que sea, ha de suscitar en nosotros verdaderas hambres de apostolado, deseos de ayudar a que se acerque más a Jesucristo. Sobre nosotros grava el deber de contagiar a todos el fuego de amor de Dios que ha de consumirnos. Por eso, al entrar en contacto con alguien, enseguida hemos de preguntarnos: ¿cómo animarle a situarse más cerca de Dios? ¿Qué le puedo sugerir? ¿Qué tema de conversación sé sacar, que le sirva para conocer mejor la doctrina cristiana?

Es lógico este modo de proceder. El Papa Benedicto XVI explica que «quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia Él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla»[15]. Así se han comportado los seguidores fieles del Señor en todas las épocas. «Cuando descubrís que algo os ha sido de provecho —predicaba San Gregorio Magno—, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos»[16].

Ya os conté cómo he revivido los días que nuestro Padre pasó en Ecuador, gastándose y gastándose, sin quejarse al no contar con las fuerzas físicas; en Perú, donde trató mucho a Jesús Sacramentado, acudiendo a María y a José; en Brasil, admirando la abigarrada multitud de personas que allí vivían, y que son una esperanza de cosecha para Dios.

Hace unos días, invitado por el Obispo de Torun, en Polonia, he asistido a la intitulación a San Josemaría de una iglesia de aquel lugar y a la colocación de una reliquia de nuestro Padre. Causa mucha alegría ver cómo se extiende por el mundo la devoción a nuestro Fundador, despertando en innumerables almas el deseo de santificarse en la vida ordinaria. Acompañadme en mi acción de gracias.

Y rezad por los hermanos vuestros Agregados a los que impartiré la ordenación presbiteral, en Torreciudad, el próximo día 5 de septiembre. Seguid pidiendo cada día, bien unidos a mis intenciones, por el Papa, por los Obispos y los sacerdotes del mundo entero.

Con todo cariño, os bendice

                                vuestro Padre

                                + Javier

Solingen, 1 de septiembre de 2010. 

[1] Jn 3, 16.

[2] Cfr. Flp 2, 8.

[3] Benedicto XVI, Homilía, 14-IX-2008.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105.

[5] San Andrés de Creta, Sermón 10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz (PG 97, 1020).

[6] Cfr. 1 Cor 1, 23.

[7] San Josemaría. Es Cristo que pasa, n. 168.

[8] Jn 19, 26.

[9] Ibid., 27.

[10] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 23-IV-1997.

[11] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 121.

[12] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 30-VIII-2006.

[13] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 226.

[14] San Josemaría, Notas de una meditación, 15-IV-1954.

[15] Benedicto XVI, Homilía, 21-VIII-2005.

[16] San Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios 6, 6 (PL 76, 1098).