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Carta del Prelado del Opus Dei (febrero 2009)

Carta del Prelado (febrero 2009)

03 de febrero de 2009

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

La oración es y será siempre la primera arma para conseguir el don divino de la unión de los cristianos. Hemos procurado utilizarla especialmente en las últimas semanas, con ocasión del octavario por la unidad, que en este año —dedicado a San Pablo— ha tenido especial relevancia. En el Opus Dei, además, como recomendaba San Josemaría, todos los días rezamos pro unitate apostolatus, pidiendo a Dios que los que invocan el nombre de Jesucristo, y lo reconocen como Señor, lleguen cuanto antes a formar un solo rebaño bajo un solo pastor[1].

Ahora deseo recordaros que, junto con la oración, toda la labor apostólica —también, por tanto, el trabajo en favor de la unidad de los cristianos— ha de ir acompañada por la expiación alegre y generosa, que nos une estrechamente a Jesucristo. No olvidemos que, en la Cruz, Nuestro Señor nos ha redimido de nuestros pecados y nos ha abierto el camino para identificarnos con Él.

Nuestro Padre solía repetir que la mortificación es «la oración de los sentidos»[2]. Hemos de amar a Cristo en la Cruz y compartir con Él nuestras pequeñas y grandes contrariedades —además de la penitencia personal voluntaria—, felices de poder colaborar, como enseña el Apóstol, en el crecimiento del Cuerpo Místico: ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia[3].

En muchos lugares no se comprende el valor de purificación y corredención que entraña el dolor aceptado y ofrecido en unión con Jesucristo. Resulta actualísima la consideración de San Josemaría en una de la estaciones del Via Crucis: «Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!»

«En la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección»[4].

Os invito a profundizar en estas palabras, especialmente en las próximas semanas, mientras nos preparamos para celebrar el 14 de febrero —día de acción de gracias en el Opus Dei, por ser aniversario de dos fechas fundacionales—, y también en la última semana del mes, con ocasión del tiempo de Cuaresma. Al referirse a esos momentos fundacionales —el comienzo de la labor apostólica de la Obra con las mujeres, en 1930, y el de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en 1943—, nuestro Padre se llenaba de agradecimiento a Dios. En el hecho de que esos dos eventos de la historia de la Obra hubieran coincidido en la misma fecha, aunque de años distintos, San Josemaría descubría una muestra particular de la Providencia divina.

Por una parte, veía en esa coincidencia una manifestación de la unidad esencial entre los diversos componentes del Pueblo de Dios que integran la Obra. Al mismo tiempo, San Josemaría comprendió con claridad nueva que Cristo en la Cruz ha de presidir todas y cada una de las actividades de los miembros del Opus Dei. En agosto de 1931, el Señor le había hecho comprender que deseaba que los hombres y mujeres de Dios pusieran la Cruz en la cumbre de todas las actividades humanas, mediante su trabajo profesional santificado y santificante. Este deseo divino quedaba ratificado el 14 de febrero de 1943, cuando —como afirmaba nuestro Fundador— «el Señor quiso coronar su Obra con la Santa Cruz».

La profunda compenetración teológica, espiritual y apostólica de seglares y sacerdotes, característica del Opus Dei desde sus comienzos, recibió su configuración jurídica adecuada al ser erigido por el Romano Pontífice Juan Pablo II en prelatura personal. Agradezcamos a la Santísima Trinidad la eficacia de esta cooperación orgánica de los presbíteros y de los seglares en la misión de la Iglesia pro mundi vita[5], para la salvación del mundo.

A propósito de estos aniversarios, comentaba San Josemaría en una ocasión: «Pensaba que en el Opus Dei no habría más que hombres. No es que no quisiera a las mujeres —amo mucho a la Madre de Dios; amo a mi madre y a las vuestras; quiero a todas mis hijas, que son una bendición de Dios en el mundo entero—, pero antes del 14 de febrero de 1930, yo no sabía nada de vuestra existencia en el Opus Dei, aunque sí latía en mi corazón el deseo de cumplir en todo la Voluntad de Dios. Y cuando terminé de celebrar ese día la Santa Misa, conocía ya que el Señor quería la Sección femenina. Después, el 14 de febrero de 1943, quiso coronar con la Cruz el edificio suyo: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz»[6].

Y, dirigiéndose específicamente a las mujeres de la Obra, añadía: «Hijas mías, tenéis alma sacerdotal, os repito con San Pedro: vos autem genus electum, regale sacerdotium, gens sancta, populus acquisitionis (1 Pe 2, 9). Sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa... Y además, tenéis el privilegio de que Dios escogió a una mujer para Madre suya: la siempre Virgen, nuestra Madre Santa María, que permaneció al pie de la Cruz, con reciedumbre, con amor. De Ella aprendéis a ser corredentoras (...). Con vuestras ansias de adorar a Dios, de reparar, de agradecer, de impetrar, ponéis lo que falta —como afirma San Pablo— a la Pasión de Cristo: et adimpleo ea quæ desunt passionum Christi in carne mea pro corpore eius, quod est Ecclesia (Col 1, 24). Y el Señor, que es el Sembrador Divino —recordáis la parábola—, os toma en sus manos sangrantes como dos puñados de trigo, os aprieta y os echa al aire para esparciros por toda la tierra. Sois bendición del Señor. Sois fecundidad del Señor y, con su ayuda, lo podéis todo»[7].

El alma sacerdotal es característica de todos los cristianos, infundida en nosotros por el Bautismo y la Confirmación. Dios quiere que esté siempre activa en todos, de modo análogo a como el alma humana informa en todo momento, con su virtud, los diversos miembros del cuerpo. Mantengamos siempre vivo ese espíritu sacerdotal, que ha de ser como el latir del corazón: un impulso espiritual que lleva a la unión con Jesús crucificado y resucitado, con el deseo de hacernos enteramente instrumentos suyos para la salvación de las almas. ¿Cómo influye el Santo Sacrificio del altar en tu jornada, en tu trabajo, en tu fraternidad, en tu apostolado? ¿Crece cada día tu amor a la Pasión del Señor? ¿Fomentas en tu alma la necesidad de la penitencia?

Hijas e hijos míos, fue en este mes cuando nuestro Padre, en un impulso incontenible de afecto, dirigió al Señor, mientras distribuía la Sagrada Comunión a las monjas en la iglesia del Patronato de Santa Isabel, aquellas palabras: «Te amo más que éstas». Y oyó el apremiante reproche divino: «Obras son amores y no buenas razones»[8]: la petición de no cejar en la oración y en la expiación que ya le consumía el alma.

La experiencia de San Pablo, hombre amante de la Cruz y lleno de celo por la salvación del mundo, ha de reproducirse en todos los fieles. El Papa Benedicto XVI lo ha recordado con frecuencia durante este año dedicado al Apóstol. «Para San Pablo —decía en una audiencia—, la Cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir Cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la Cruz se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol»[9].

San Pablo no renuncia a predicar la necesidad de la Cruz en ningún momento, tampoco en ciudades —como Corinto— donde imperaba un marcado hedonismo. No pasemos por alto este ejemplo concreto de comportamiento, que todos debemos seguir, especialmente en estos tiempos. El mensaje de la Cruz —anunciaba el Apóstol sin respetos humanos— es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios (...). Quiso Dios salvar a los creyentes, por medio de la necedad de la predicación. Porque los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría; nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles[10].

Grande se presenta la urgencia, hoy como siempre, de insistir a las almas para que escuchen estas verdades con ese lenguaje claro y, al mismo tiempo, optimista, animoso, cargado de esperanza. «El Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la Cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la Cruz es expresión de amor, y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad»[11].

El amor a Cristo da razón de la extraordinaria fuerza de Saulo para llevar el mensaje cristiano por todo el mundo. «Muchos presentan a San Pablo como un hombre combativo que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial (...). Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento. Pero lo que le motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de este centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio sólo se comprenden sobre esta base»[12].

En estas líneas se describe perfectamente el motor del alma sacerdotal, apostólica, que todos hemos de fomentar. Traen el eco de otras palabras del Apóstol: caritas Christi urget nos[13], el amor de Cristo nos apremia. Y de aquellas otras: si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, pues es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara![14]. El ardiente afán de ser fiel al mandato de Cristo —el mismo que hemos recibido todos los cristianos— impulsó a Pablo a viajar incansablemente por todas partes, dando a conocer a Jesús, sin llevar la cuenta de las penalidades y sacrificios que el cumplimiento de su misión comportaba. El mismo deseo impulsaba a los primeros cristianos. «Allá van todos —recordaba San Josemaría, en momentos de grave persecución religiosa—, con su pureza, a limpiar la charca sucia y verdosa del mundo pagano (...). La sociedad romana comienza a contemplar asombrada que hombres jóvenes, con fortaleza de cuerpo y de alma, se convierten en apóstoles de la fe nueva; no se han segregado del mundo y nada les distingue de los demás; si acaso, esa luz vibrante que arde dentro de su pecho. Contempla también a las vírgenes, pertenecientes a familias patricias de la Roma imperial y a la plebe, que coronan su inocencia con la penitencia. Y empieza a percibir los efectos de un apostolado perseverante, sin intermitencias, rebosante de generosidad y sacrificio; a través de la bulla de las fiestas, en los anfiteatros y en medio de los banquetes monstruosos, la voz de Cristo suena cada vez más fuertemente»[15].

Sí, hijas e hijos míos: sólo en Jesucristo encontramos la razón de nuestro servicio a las almas, que deseamos que crezca cada día con más intensidad y con un celo profundo. Si nos enamoramos "locamente" de Él, como San Pablo, ningún obstáculo o dificultad, ni externo ni interno, podrá frenar nuestro apostolado. Meditemos otras palabras de San Josemaría que, siguiendo las huellas del Apóstol, se preguntaba: «¿De dónde sacaba San Pablo esta fuerza? Omnia possum in eo qui me confortat! (Flp 4, 13), todo lo puedo, porque sólo Dios me da esta fe, esta esperanza, esta caridad. Me resulta muy difícil creer en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor. En medio del trabajo, sí; en plena casa, o en mitad de la calle, con todos los problemas que cada día surgen, unos más importantes que otros. Allí, no fuera de allí, pero con el corazón en Dios. Y entonces nuestras palabras, nuestras acciones —¡hasta nuestras miserias!— desprenderán ese bonus odor Christi (2 Cor 2, 15), el buen olor de Cristo, que los demás hombres necesariamente advertirán: he aquí un cristiano»[16].

Dentro de pocos días, el 19 de febrero, es la fecha en que el queridísimo don Álvaro celebraba su santo. Sigamos también el ejemplo de este Siervo de Dios, que tan hondamente imprimió en su corazón el celo por la salvación de las almas. Recemos para que el iter de su Causa de canonización camine expeditamente. Sin prevenir para nada el juicio de la Iglesia, estamos seguros de que el reconocimiento de la heroicidad de sus virtudes constituirá un impulso más para que muchas personas se decidan a convertir todos los momentos y circunstancias de su vida en ocasión de amar y de servir al Reino de Jesucristo[17].

También, con fecha 21, tendré el gozo de conferir el diaconado a dos hermanos vuestros Agregados. Vienen con fuerza a mi alma los deseos de San Josemaría de contar con este servicio de sus hijos Agregados: no lo contempló hecho realidad en la tierra, pero su oración y su expiación llegó al Cielo, y bien podéis aplicaros la idea de que sois —somos todos— fruto de esa plegaria, que continúa en el Cielo, y de aquella generosa y alegre expiación que practicó mientras vivía con nosotros.

Ayer me recibió en Audiencia privada el Santo Padre Benedicto XVI. No me resisto a añadir estas líneas a la carta, para animaros una vez más a agradecer su gran afecto e interés, y su paternal Bendición para todas las personas y labores apostólicas de la Prelatura. Recemos mucho por su Persona, por su trabajo y por sus intenciones.

Con todo cariño, os bendice

                                       vuestro Padre

                                          + Javier

Roma, 1 de febrero de 2009.

[1] Cfr. Jn 10, 16.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 9.

[3] Col 1, 24.

[4] San Josemaría, Via Crucis, II estación, punto 5.

[5] Jn 6, 51.

[6] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 11-VII-1974.

[7] Ibid.

[8] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 933.

[9] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008.

[10] 1 Cor 1, 18-23.

[11] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008.

[12] Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008.

[13] 2 Cor 5, 14.

[14] 1 Cor 9, 16.

[15] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 26-VII-1937.

[16] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 271.

[17] Cfr. Oración para la devoción privada al Siervo de Dios Álvaro del Portillo.