Durante los días pasados, la Iglesia nos ha invitado a recorrer una y otra vez el camino de Belén, para adorar y dar gracias a Jesucristo. Todo ha girado en torno a Él, en esta primera semana del tiempo de Navidad. Los demás personajes de la escena —la Virgen y San José, en primer lugar—, quedaban en un segundo plano, porque el Protagonista principal es Nuestro Señor, el Hijo eterno del Padre —Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero—, que se ha hecho verdadero hombre por nosotros y por nuestra salvación. Ahora, al comenzar el nuevo año, se nos invita a fijarnos en los otros personajes de la Navidad; en la Virgen María, en primerísimo lugar; y, junto a Ella, inseparable de Ella, en San José.
Hoy, Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, se nos llena el alma de admiración y de gozo, al dirigir a Nuestra Señora esta invocación, raíz de todas las gracias con que el Omnipotente enriqueció a la que, desde la eternidad, había elegido como Madre de su Hijo, según la naturaleza humana. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios[1]. Así lo ha querido el Señor, así lo enseña la Iglesia, así lo creemos los cristianos. No hay peligro de exagerar, escribe San Josemaría. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima[2].
Hoy se nos presenta una ocasión estupenda para dar un nuevo impulso a nuestro trato filial con la Virgen y agradecerle su desvelo materno por nosotros. María conduce siempre a Jesús, como les sucedió a aquellos personajes del Oriente, los Reyes Magos, a quienes una estrella acompañó hasta Belén para adorar al Mesías que acababa de nacer. ¿Y dónde lo encontraron? San Mateo lo refiere con enorme sencillez: entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra[3]. ¿Nos empeñamos en ser más de María, para pertenecer enteramente a Dios? ¿Repetimos con sinceridad aquellas palabras que pronunciaba nuestro Padre: ¡Madre de Dios y Madre nuestra!?
La segunda parte de la Navidad, que hoy comenzamos, sin dejar de seguir centrada en Jesús, nos presenta las consecuencias de la encarnación y nacimiento del Señor. De modos diversos, se nos recuerda que Dios ha tomado nuestra naturaleza para que todos los hombres y mujeres lleguen a ser hijos e hijas de Dios. Así se resume la nueva que —según el anuncio de los ángeles a los pastores— era para todo el pueblo[4]; no sólo se dirigía a la casa de Israel, sino a la humanidad entera, a la que Dios ha querido convocar en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. Lo había anunciado el profeta, muchos siglos antes, cuando escribió: ¡Levántate, resplandece, que llega tu luz, y la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira que las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad, los pueblos, pero sobre ti amanece el Señor, sobre ti aparece su gloria. Las naciones caminarán a tu luz, los reyes, al resplandor de tu aurora. Alza tus ojos y mira alrededor: todos ellos se congregan, vienen a ti. Tus hijos vienen de lejos, tus hijas abrazadas a su costado. Entonces, mirarás y te pondrás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón, pues la abundancia del mar se volcará sobre ti, llegará a ti la riqueza de las naciones. Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y Efá, todos vendrán de Sabá cargados de oro e incienso, y pregonando alabanzas al Señor[5].
Esta profecía se cumplió «cuando los tres Magos, llamados desde un país lejano, fueron conducidos por una estrella para conocer y adorar al Rey del cielo y de la tierra. La docilidad de esta estrella —explica San León Magno— nos invita a imitar su obediencia y a hacernos también, en la medida de nuestras posibilidades, los servidores de esta gracia que llama a todos los hombres a Cristo»[6].
La Epifanía nos habla de la fiesta de la humanidad entera, pues manifiesta que todos los pueblos y naciones quedan convocados a formar parte del Pueblo de Dios; e, inseparablemente, se alza como una llamada al sentido de responsabilidad de los cristianos, con quienes el Señor desea contar para que lleven hasta el extremo de la tierra la buena nueva. Como explica el Papa San León, «animados por este celo, debéis aplicaros a ser útiles los unos a los otros, a fin de brillar como hijos de la luz (cfr. Ef 5, 8) en el reino de Dios, al que se llega por la fe recta y las buenas obras»[7].
Han transcurrido veinte siglos desde que ese misterio fue revelado y realizado en Cristo, pero aún no se ha cumplido plenamente[8], señala el Romano Pontífice. La misión de la Iglesia continúa realizándose hasta el final de los siglos, porque cada época histórica, cada país, cada nueva generación, ha de ser conducida a Cristo. La escena de la Epifanía resulta perennemente actual. Ante este panorama, Benedicto XVI se pregunta: ¿en qué sentido, hoy, Cristo es aún lumen gentium, luz de los pueblos? ¿En qué punto se encuentra —si se puede hablar así— este itinerario universal de los pueblos hacia Él? ¿Está en una fase de progreso o de retroceso? Y también: ¿quiénes son hoy los Magos? ¿Cómo podemos interpretar, pensando en el mundo actual, a estos misteriosos personajes evangélicos?[9].
La respuesta a estas preguntas se halla en manos de cada cristiano. Todo depende de la gracia de Dios; y, al mismo tiempo, todo depende de la correspondencia de los seguidores de Cristo, que hemos de continuar el surco trazado por Nuestro Señor y hecho más hondo por las sucesivas generaciones de fieles, desde los Apóstoles y las mujeres de la primera hora hasta los tiempos actuales. ¿No os llena de alegría considerar que el Señor cuenta con cada una y con cada uno de nosotros, a pesar de nuestra personal debilidad, para anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra?
En la actualidad resulta prioritario impregnar con la doctrina de Cristo algunos ámbitos particulares. Pienso sobre todo en las tareas de los gobernantes, de los científicos e investigadores, de los profesionales de la opinión pública, etc.; pero todos los hombres y mujeres tienen —tenemos— necesidad de escuchar la voz del Señor y de seguirla. Para esto es preciso pedir a Dios —con humildad, con insistencia, con confianza— que abra a su luz las inteligencias y los corazones. También hoy muchos y muchas han de poder decir: hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle[10]. Y lo manifestarán si los que creemos en Cristo nos acercamos a ellos con sincera amistad, impregnada de caridad y comprensión, de simpatía también humana, avalada por la oración y el sacrificio; y también con agradecimiento por el bien que realizan.
Lo que maravilla en la actitud de los Magos —comenta Benedicto XVI—,es que se postraron en adoración ante un simple niño en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la pobreza de una cabaña en Belén (cfr. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era "el rey de los judíos" y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que habían visto "al salir", y que se había parado precisamente encima de donde estaba el Niño (cfr. Mt 2, 9). Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén: reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos y simbólicos que habían llevado consigo[11].
Insistamos en considerar que Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles (cfr. Lc 2, 9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios[12].
Ésta es la tarea del cristiano que desea ser coherente con su vocación: mostrar a Cristo a los demás, ser altavoz —primero con el ejemplo, pero también con la palabra oportuna— de las enseñanzas de la Iglesia, especialmente en los temas más debatidos en la opinión pública: el respeto a la vida humana en todas sus fases; el deber de procurar que las leyes civiles fomenten y protejan la verdadera naturaleza de la familia establecida por el Creador, basada sobre el matrimonio indisoluble de un hombre con una mujer, abierta a la vida; el derecho a elegir para los hijos un modelo educativo que responda al ideario espiritual y moral de cada uno, etc.
No penséis, sin embargo, que esta labor está reservada a quienes trabajan o se mueven directamente en esos ambientes. Como os mencioné recientemente, tomando un pensamiento de nuestro Padre, a sumar se comienza por uno, y después se añade otro, y otro... Es eficacísimo el apostolado personal de cada uno en el ámbito donde habitualmente se desenvuelve su existencia ordinaria. Por eso, conviene que nos detengamos, en el examen de conciencia, sobre cómo hemos sabido ayudar a las almas para que se avecinen a Dios: qué oración, qué sacrificios, cuántas horas de trabajo bien acabado hemos ofrecido, qué conversaciones hemos mantenido —oralmente, por escrito, aprovechando todos los medios a nuestro alcance— con amigos, parientes, compañeros, conocidos. Y hablemos de esta santa preocupación en la dirección espiritual personal, para que nos ayuden e impulsen en el apostolado, que es deber de todo cristiano.
Pocos días después de la Epifanía celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Si la manifestación del Mesías a los Magos preanunciaba el designio salvífico universal de Dios, en el Bautismo del Jordán ese designio comienza ya a cumplirse. Como explican los Padres de la Iglesia, «el Salvador, con el misterio de su bautismo, consagró las aguas de todas las fuentes»[13]. A partir de ese momento, convertida en instrumento y signo de santificación, el agua bautismal, con la eficacia que le confiere la invocación de la Santísima Trinidad, tiene en sí la virtud de perdonar todos los pecados.
La epifanía es un misterio que guarda muchas facetas. La liturgia recuerda la manifestación de Cristo no sólo a los Magos o durante su Bautismo en el Jordán, sino también en Caná de Galilea, cuando convierte el agua en vino. Este año, en el evangelio del segundo domingo del Tiempo ordinario, se destaca la figura de la Madre de Jesús[14]. Con su intercesión en favor de los hombres, María "obliga" en cierto modo a Jesús a adelantar "la hora" de su manifestación mesiánica, favoreciendo así la fe de los primeros discípulos. Acudamos a Ella para que despierte también nuestra fe, frente a los desafíos apostólicos —¡maravillosos desafíos!— en los que los cristianos estamos metidos.
Escuchemos la recomendación de nuestro Padre: Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos (Jn 2, 11). Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.
— ¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea![15].
Dentro de pocas fechas es un nuevo aniversario del nacimiento de San Josemaría. Hablando de modo humano, resulta lógico que tratemos de ofrecerle algún obsequio; ¿y qué mejor "regalo" que el deseo de acrecentar nuestro afán apostólico, con obras concretas que manifiesten ese celo por la salvación de las almas, que Jesucristo ha encendido en nuestro corazón? Luego, mediado ya el mes de enero, el tradicional octavario de oración por la unidad de los cristianos nos brindará una nueva ocasión para pedir al Paráclito que los esfuerzos ecuménicos del Santo Padre Benedicto XVI —y, con él, de todos los cristianos— obtengan el fruto deseado.
Gracias a Dios, el incidente que sufrió el Papa en la noche de Navidad no ha tenido consecuencias. En una visión de fe, hemos de considerarlo como una llamada de la Providencia, para que nuestra oración por el Romano Pontífice sea más constante y más intensa.
Mis intenciones siguen siendo muy numerosas. Vayamos todos a una en este año que comienza, con unidad de oración y de intenciones, para que el Señor, por la intercesión de su Santísima Madre, nos conceda todo lo que le pedimos.
Días atrás, por varios motivos, he podido acercarme a Suiza. Como siempre, he viajado con todas y con todos. Tuve la oportunidad de rezar en Einsiedeln, lugar mariano que visitó muchas veces San Josemaría y también el queridísimo don Álvaro. A los pies de la Virgen puse fuertemente vuestra vida, para que queramos y sepamos transformarla en Opus Dei, ofrecida a Dios con una sinceridad continuada.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de enero de 2010.
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 276.
[2] Ibid.
[3] Mt 2, 11.
[4] Lc 2, 10.
[5] Is 60, 1-6.
[6] San León Magno, Homilías sobre la Epifanía 3, 5 (PL 54, 244).
[7] Ibid.
[8] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Epifanía, 6-I-2007.
[9] Ibid.
[10] Mt 2, 2.
[11] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Epifanía, 6-I-2007.
[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 33.
[13] San Máximo de Turín, Homilía 13 A, 3 (CCL 23, 46).
[14] Cfr. Misal Romano, Domingo II del Tiempo ordinario (C), Evangelio (Jn 2, 1-11).
[15] San Josemaría, Santo Rosario, Comentario al segundo misterio de luz.