Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Se avecina otra vez, con su novedad maravillosa, la Navidad; una fiesta que se celebra en casi todas partes; también en lugares donde apenas se conoce a Cristo. Para muchos —y causa pena—, se limita a una ocasión de hacer y recibir regalos, de tomarse unos días de descanso, o, sencillamente, de pasar más tiempo en familia. Los que hemos recibido el don de la fe, conocemos el verdadero significado de esta celebración: cada Navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma[1].
Así nos lo recuerda la Iglesia repetidamente, a lo largo de estas semanas de preparación. Al comenzar el Adviento nos invitaba: vayamos con alegría al encuentro del Señor[2]. Y el Papa Benedicto XVI explica que la razón por la cual podemos caminar con alegría (...) es que ya está cerca nuestra salvación. El Señor viene. Con esta certeza emprendemos el itinerario del Adviento, preparándonos para celebrar con fe el acontecimiento extraordinario del Nacimiento del Señor. Durante las próximas semanas, día tras día, la liturgia propondrá a nuestra reflexión textos del Antiguo Testamento, que recuerdan el vivo y constante deseo que animó en el pueblo judío la espera de la venida del Mesías. También nosotros, vigilantes en la oración, tratemos de preparar nuestro corazón para acoger al Salvador, que vendrá a mostrarnos su misericordia y a darnos su salvación[3].
Esforcémonos para seguir este consejo del Santo Padre, leyendo con atención los textos litúrgicos y meditándolos en la oración personal. Y os pido aún más: esforcémonos cada uno, singularmente, para lograr que se recupere el sentido cristiano de estas fechas en la sociedad. No consideremos esta aspiración como una utopía. Nuestro Padre solía comentar que "a contar, se comienza por uno", y luego se continúa. Quizá rememoraba lo que hubo de hacer cuando el Señor puso la Obra en su alma, en sus manos. Y ese celo —el suyo— de los principios creció siempre en su actitud de permanente apostolado. Asimilemos esta disposición, porque todos podemos trabajar en la recristianización de este mundo nuestro. Cada una y cada uno a su alrededor, de modo semejante a la piedra caída en el agua, que causa una onda, y después otra, y otra...[4].
Ante la llegada del Señor, que viene a instaurar en el mundo la justicia y la paz, las expresiones de la Sagrada Escritura rebosan de júbilo. Mirad que vienen días —oráculo del Señor—, en que cumpliré la buena promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquel tiempo suscitaré a David un brote justo, que ejerza el derecho y la justicia en la tierra[5].
Esta venida del Señor será siempre actual, porque visita esta tierra especialmente con la celebración diaria del Santo Sacrificio de la Misa, y sale a nuestro encuentro con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. De muchas maneras espirituales se acerca a nosotros a lo largo del año litúrgico; ahora, con la solemnidad del tiempo natalicio. Es tan fuerte su presencia que, aunque en algunos lugares intenten silenciarla, salta a la vista una realidad clara: el mundo "se para" porque es la Navidad. Cobra todo su relieve el canto del salmo: alégrense los cielos y exulte la tierra, brame el mar y cuanto lo llena; que se gocen los campos y cuanto hay en ellos. Entonces exultarán todos los árboles del bosque ante el Señor, que ya viene[6].
Hace veinte siglos, la llegada de Dios al mundo se realizó silenciosamente. Sólo los ángeles y un pequeño grupo de personas humildes —los pastores— compartieron con la Virgen y San José el gozo del nacimiento del Redentor. También ahora la constante venida del Señor se realiza en el silencio. Pero donde hay fe, donde su palabra se anuncia y se escucha, Dios reúne a los hombres y se entrega a ellos en su Cuerpo, los transforma en su Cuerpo. Él "viene". Y, así, el corazón de los hombres se despierta. El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de los hombres que, a lo largo de los siglos, y de manera siempre nueva, cantan la llegada de Dios como niño y se alegran desde lo más profundo de su ser[7].
Tratemos de dar pleno sentido a los signos externos de estos días cristianamente festivos. Pongamos empeño —insisto— en devolver al ambiente de estas semanas su genuino significado. Siempre es posible, por ejemplo, difundir las tradicionales costumbres espirituales y devocionales propias de estas fechas: poner el Nacimiento en el hogar; visitar los belenes que se colocan en las iglesias y en otros lugares, quizá en compañía de otros miembros de la familia; destacar el sentido espiritual del árbol de Navidad y de los regalos propios de estas fechas, que son un modo de recordar que del árbol de la Cruz proceden todos los bienes...
En el segundo domingo de Adviento nos topamos de nuevo con la llamada al gozo sobrenatural ante el inminente Nacimiento de Jesús. En esta ocasión, el profeta Baruc se dirige a Jerusalén —figura del alma que espera en el Señor— y le anuncia: quítate el vestido de luto y de tu aflicción y vístete de gala, de la gloria que Dios te otorga para siempre. Envuélvete con el manto de la justicia de Dios, ponte en la cabeza la corona gloriosa del Eterno[8]. El Señor nos promete una alegría plena y eterna, que no se acabará nunca, si nos esmeramos en cumplir con amor sus mandamientos; si volvemos a Él una vez y otra mediante el arrepentimiento, cuando no hayamos sabido comportarnos como hijos buenos. La alegría, el optimismo sobrenatural y humano —escribe San Josemaría—, son compatibles con el cansancio físico, con el dolor, con las lágrimas —porque tenemos corazón—, con las dificultades en nuestra vida interior o en la tarea apostólica[9]. ¿Sacamos partido de estas y de otras circunstancias personales para dar buena acogida al Señor? ¿Con qué devoción acudimos a Santa María y a San José, para que nos ayuden en nuestro caminar hacia Belén?
Incluso nuestras miserias personales —los pecados y faltas de los que no está exenta ninguna criatura en la tierra— han de servirnos de trampolín para lanzarnos con más confianza y amor a Dios Nuestro Señor, que nos ofrece constantemente su perdón, especialmente en el sacramento de la Penitencia. No cabe olvidar que el optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios[10]. De este modo se aposenta en nuestras almas la verdadera alegría, que se identifica con el gozo de estar con el Señor. Era muy hondo el contento de nuestro Padre, mientras esperaba que Cristo llegase a nosotros en Navidad.
Toda esta alegría se ha cumplido plenamente en la Santísima Virgen, como nos recuerda la solemnidad de la Inmaculada Concepción. En esa gran fiesta, la Iglesia pone en labios de nuestra Madre unas palabras del profeta Isaías: reboso de gozo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me ha vestido con ropaje de salvación, me ha envuelto con manto de justicia, como novia que se adorna con sus joyas[11].
¡Qué júbilo debe producirnos ver a la Virgen tan cerca de Dios, glorificada en alma y cuerpo, y al mismo tiempo tan próxima a nosotros! Desde el Cielo, cuida de cada una y de cada uno, sigue nuestros pasos y nos alcanza de su Hijo todas las gracias que necesitamos. Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María, comenta el Papa. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque Ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creadora[12].
La alegría litúrgica del Adviento estalla de modo incontenible al llegar la tercera semana, en el domingo llamado Gaudete a causa de las palabras con las que comienza la antífona de entrada: Gaudete in Domino semper: iterum dico, gaudete. Dominus enim prope est[13]; alegraos siempre en el Señor, os lo repito, estad alegres. El Señor está cerca. Viene a salvarnos de nuestros pecados; ésta es la raíz del característico alborozo de la Navidad. Canta de gozo, hija de Sión, alborózate, Israel, alégrate y disfruta de todo corazón, hija de Jerusalén. El Señor revocó tu sentencia, echó fuera a tus enemigos; el Señor, Rey de Israel, está en medio de ti[14].
En ocasiones, a la vista de las penas y desgracias que afectan a gran parte de la humanidad, podría insinuarse en el alma la tentación de la tristeza, del pesimismo, o al menos del desánimo. Hay muchas situaciones de violencia y de injusticia que es preciso remediar; son innumerables las personas que, en el mundo entero, carecen de lo más necesario para llevar una vida humana digna. Y, sobre todo, ¡hay tanta falta de amor en los corazones, tanto olvido de Dios, tantos egoísmos más o menos encubiertos! Nada de esto, sin embargo, debe apabullar a un hombre o a una mujer de fe. Al contrario, ha de impulsarnos a redoblar los esfuerzos, con la ayuda de la gracia, para sembrar con más abundancia la caridad en las relaciones humanas. María lleva la felicidad del Cielo a la casa de Isabel; tú y yo, ¿cómo actuamos para que los demás se beneficien de la cercanía de Jesús?
Escuchemos el consejo que daba San Josemaría: reconozcamos nuestras enfermedades, pero confesemos el poder de Dios. El optimismo, la alegría, el convencimiento firme de que el Señor quiere servirse de nosotros, han de informar la vida cristiana. Si nos sentimos parte de esta Iglesia Santa, si nos consideramos sostenidos por la roca firme de Pedro y por la acción del Espíritu Santo, nos decidiremos a cumplir el pequeño deber de cada instante: sembrar cada día un poco. Y la cosecha desbordará los graneros[15].
Miremos el ejemplo de la Virgen. ¿Qué relevancia tenía a los ojos humanos una doncella, casi una niña, de un lugar tan desconocido como Nazaret? Y, sin embargo, Dios se fijó en Ella y la convirtió en Madre del Verbo encarnado y redentor. Contemplémosla otra vez en la escena de la Visitación a Santa Isabel, como nos propone el IV Domingo de Adviento en el Evangelio. El cántico del Magnificat, fruto del trato habitual de Nuestra Señora con Dios, alimentado por su familiaridad con la Sagrada Escritura, se nos revela como un canto de absoluta confianza en el poder de Dios y, por tanto, repleto de un júbilo santo.
Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado aquel cúmulo de prodigios, el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo, tantas veces ingrato. Al considerar esta ternura del Cielo, incesantemente renovada, brota el afecto de su Corazón inmaculado: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava (Lc 1, 46-48). Los hijos de esta Madre buena, los primeros cristianos, han aprendido de Ella, y también nosotros podemos y debemos aprender[16].
Hagamos nuestra la lección de María. El Señor ha dado a los cristianos el mundo por heredad[17], y estamos seguros de que su palabra se cumplirá con nuestra colaboración, porque Él ha querido —en su bondad— contar con cada uno de nosotros. Por eso hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios —Dios no pierde batallas—, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa[18].
Sigamos rezando por el Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los obispos y sacerdotes. Especialmente en este Año sacerdotal roguemos que el Señor conceda a la Iglesia muchos ministros santos. Como explicaba el Santo Cura de Ars a sus feligreses, «el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús. Cuando veáis a un sacerdote, pensad en Nuestro Señor Jesucristo»[19].
En los días pasados realicé un viaje a Córdoba, invitado por el Administrador Apostólico para hablar al clero de la Diócesis en el contexto del Año sacerdotal, y para bendecir juntos la imagen de San Josemaría que se ha colocado en la parroquia de San Nicolás; en ese templo, nuestro Fundador rezó el 20 de abril de 1938, durante su primer viaje a esa ciudad andaluza. También tuve ocasión de reunirme con muchísimas personas —hombres y mujeres, jóvenes y personas mayores— que participan en la labor apostólica del Opus Dei. Luego marché a Pamplona, y desde ahí he regresado a la Ciudad Eterna. Como siempre, he realizado estos viajes muy unido a cada uno de vosotros y a los viajes de nuestro Padre, dando gracias a Dios porque la semilla que San Josemaría sembró en solitario ha crecido de modo admirable, por la fuerza de la gracia de Dios.
Con todo cariño, os bendice y os desea una santa y feliz Navidad
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de diciembre de 2009.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 12.
[2] Misal Romano, Domingo I de Adviento (A), Salmo responsorial.
[3] Benedicto XVI, Homilía en el Domingo I de Adviento, 2-XII-2007.
[4] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 831.
[5] Misal Romano, Domingo I de Adviento (C), Primera lectura (Jr 33, 14-15).
[6] Misal Romano, Natividad del Señor, Misa de medianoche, Salmo responsorial (Sal 95 [96] 11-13).
[7] Benedicto XVI, Homilía en la Natividad del Señor, 25-XII-2008.
[8] Misal Romano, Domingo II de Adviento (C), Primera lectura (Ba 5, 1-2).
[9] San Josemaría, Forja, n. 290.
[10] San Josemaría, Forja, n. 659.
[11] Misal Romano, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Antífona de entrada (Is 61, 10).
[12] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Inmaculada, 8-XII-2005.
[13] Misal Romano, Domingo III de Adviento, Antífona de entrada (Flp 4, 4-5).
[14] Misal Romano, Domingo III de Adviento (C), Primera lectura (So 3, 14-15).
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 160.
[16] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 241.
[17] Cfr. Sal 2, 8.
[18] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 123.
[19] Santo Cura de Ars, cit. en A. Monnin, Spirito del Curato d'Ars, Ed. Ares 2009, p. 79.