Repasando las numerosas noticias y comentarios que se han publicado en torno a la carta del Papa a los católicos de Irlanda, sobre el tema de los abusos sexuales con menores cometidos por algunos sacerdotes en los últimos decenios, me parece que la acogida ha sido mayoritariamente positiva. El documento es muy relevante, pues ofrece la línea de actuación para toda la Iglesia, no solo para Irlanda. Naturalmente, tampoco han faltado quienes piensan que la carta “no es suficiente”.
Si se mira sin prejuicios, resulta obvio que estamos ante un documento que hace época. En mi opinión, destaca, en primer lugar, por su verdad: el Papa no esconde la gravedad del problema ni se refugia en estadísticas que muestran que la incidencia de estos crímenes es inferior en la Iglesia que en la sociedad civil, etc. En ese sentido, tampoco es un documento “político”, en el sentido de que no intenta ser “táctico”, quedar bien diciendo simplemente lo que algunos ("la opinión pública") quieren oír.
El Papa no juega la baza del escándalo farisaico, instrumental, de cara a la galería -como, por desgracia, estamos viendo a tantos durante estas semanas. Se le nota profundamente afectado. La carta, ante todo, pretende ser evangélica: estos crímenes son, en primer lugar, una traición a Jesucristo, y “han obscurecido tanto la luz del Evangelio, como no lo habían hecho siglos de persecución”. De ahí que señale con fuerza la necesidad de la contrición y la conversión de toda la Iglesia (sin olvidar, al mismo tiempo, medidas concretas, como la visita apostólica a algunas diócesis irlandesas).