Calumnia e ingratitud
Cuentan que estaba un conejo acurrucado en su madriguera protegiéndose del frío invernal cuando apareció un sapo pidiéndole albergue. El conejo le explicó que el espacio era muy pequeño y, por lo tanto, no reunía las condiciones para poder estar los dos con un mínimo de comodidad, pero ante la insistencia del sapo, el conejo le dio hospedaje. Después de un buen rato, el sapo comenzó a inflarse, pues en aquella oquedad la temperatura era mucho más benigna que en el exterior. Sin embargo, y como era de suponer, esto incomodaba cada vez más al conejo que protestó diciendo: te dije que en este lugar no cabríamos los dos; a lo que el sapo repuso: pues el que no esté a gusto se puede ir.
Como cuento, esta fábula es muy mala, pero nos presenta una triste realidad. Pues parece que en el mundo hay mucha ingratitud y abuso de confianza.
Seguramente todos habremos sido testigos, de forma directa o indirecta, de personas e instituciones que han sido injustamente tratadas por aquellos a quienes han ayudado y, tal parece que la ingratitud, como dijo Don Teofilito, no marca tendencia a desaparecer.
Tampoco es infrecuente que los malagradecidos se atrevan, además, a reclamar cuando el benefactor defiende sus derechos. En ocasiones, incluso, las injustas protestas suelen estar confeccionadas con frases de las Sagradas Escrituras para chantajear moralmente a quien suele actuar con auténtico sentido humano e, incluso, cristiano.
A este respecto, viene bien recordar que Jesús nos dejó dicho: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”, por lo que queda claro que el Señor nos quiere realmente mansos, pero… no mensos.
Por otra parte, todavía no hemos acabado de entender lo que significa la verdadera democracia, y así algunos piensan que todos los aspectos de nuestras vidas pueden depender de la opinión de la mayoría, como si pudiéramos cambiar los ciclos lunares a base de cierta cantidad de llamadas telefónicas a alguna estación de radio y, por ese mismo procedimiento, se pudieran abolir los derechos y las leyes justas que protegen el bien común y el de los particulares.
Por la misma línea aparece la decepción que todos experimentamos cuando nos sabemos traicionados por aquellos en quienes hemos depositado nuestra confianza considerándolos como amigos. Por ello, alguien sabiamente afirmó: “Si tu mejor amigo te clava un cuchillo por lo espalda... desconfía de su amistad”.
Esta penosa realidad también la encontramos una y otra vez, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, siendo, sin duda, la más clamorosa: la traición de Judas.
Los atentados injustos contra la integridad física, psicológica y moral a los demás se han convertido desde hace miles de años no sólo en el medio para conseguir prebendas inmerecidas sino, incluso, en el medio ordinario de subsistencia de otros que hacen de la calumnia un negocio.
Ante estas miserias humanas conviene estar doblemente prevenidos. En primer lugar, sabiendo que en el momento menos pensado se nos pueden echar encima la difamación, la traición y el abandono y, en segundo lugar, podemos ser víctimas de nuestro propio orgullo herido, cuando trata de convencernos de que aquellas personas no merecen nuestro perdón.
Si nos dejamos arrastrar por el deseo de venganza, lo único que conseguiremos es envenenarnos con nuestras propias toxinas y eso nos impediría seguir el ejemplo de Jesús, cuando al morir, pedía perdón por sus verdugos. No cabe duda que el perdón es un don sobrenatural.