La democracia supone que cada ser humano, tras alcanzar la edad prevista por la ley, puede decidir lo que sería mejor para su país. Por eso el axioma “un hombre, un voto” se ha convertido en una especie de postulado que permitiría el que todos, teóricamente, puedan participar en la gestión del estado y de los diferentes niveles de gobierno.
En realidad, miles de seres humanos observan los asuntos públicos desde una perspectiva confusa. No tienen claro cuál es la situación concreta de la economía. No saben qué grupos luchan para controlar los mecanismos de acceso y de gestión del poder. No comprenden del todo los programas electorales de unos o de otros, y muchas veces sospechan (por desgracia, con razón) que esos programas son irrealizables o simplemente se ofrecen como un cebo para conseguir más votos.
Frente a esta situación, miles de hombres y mujeres de los países así llamados democráticos anhelan encontrar guías y expertos competentes, con “autoridad”, para recibir de ellos algo de luz sobre la situación en la que viven, sobre las necesidades más urgentes para llevar al Estado a buen puerto, sobre la viabilidad y acierto de los programas electorales en liza.
Surgen entonces preguntas de difícil solución: ¿existen esos guías? De existir, ¿cómo identificarlos? ¿Qué garantías ofrecen de honestidad y competencia? ¿No subsiste el riesgo de que también los guías sean personas manipuladas o manipuladoras, que engañen a las personas para que vivan subyugadas a los grupos de poder más agresivos?
El problema que recogen esas preguntas es viejo como la humanidad. Ya Platón había notado lo importante que es tener un conocimiento capaz de distinguir entre un buen médico y un mal médico, para confiar nuestra salud al primero y para eludir los engaños o errores del segundo. Lo mismo, según Platón, se aplicaba al arte de la navegación, a la guerra, a la política, y a otros muchos ámbitos de la vida social.
Pero, ¿cómo identificar a quienes tienen autoridad, competencia, sabiduría y honestidad? ¿Cómo distinguirlos de los sofistas engañadores, incompetentes, hábiles para presentar como si fuera un buen programa lo que en realidad llevará a un país a la ruina?
Las preguntas siguen en pie, más en un mundo confuso como el nuestro, en el que se ofrece, incluso con la ayuda de fondos públicos, a algunos (no a todos) la oportunidad de “vender” sus programas y sus ideas a los votantes.
Frente a esta situación, sentimos la necesidad de abrir el mundo democrático a un horizonte que vaya más allá de la lucha por conquistar votos. En ese horizonte será posible encontrar caminos para formar a hombres y mujeres expertos. Con sus estudios y, sobre todo, con la honestidad que se espera de ellos, llegarán a tener la suficiente “autoridad” para ofrecer luz a la hora de escoger, desde los criterios de la democracia participativa, los mejores caminos para organizar los estados según criterios de justicia y de sana eficiencia.