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Atrapados en nuestra telaraña

Atrapados en nuestra telaraña

¿Es la religión un producto de nuestra imaginación, algo psicológico que produce nuestra necesidad de pensar en un más allá feliz, ya que aquí no podemos serlo del todo? Dicho de otro modo: ¿Somos criaturas, imagen de Dios, o bien Dios es una imagen nuestra?

Una historia puede ilustrar la cuestión. Dicen que las arañas vuelan... Si vamos por el campo nos encontraremos con frecuencia con la molestia de hilillos sutiles que nos caen sobre el rostro... son las arañas voladoras, que llevadas por el viento, se trasladan de un lugar a otro para vivir... Y el modo de viajar es éste: dejan ir algo de hilo, que como alas les permite elevarse por la fuerza de rozamiento con el aire y volar, sueltan más hilo si quieren subir, menos si quieren "aterrizar".

Pues la araña de nuestra historia aterrizó en un bosque y dejándose colgar de la rama de un árbol fue tejiendo sus soportes hasta que -dando una y otra pasada- tejió su telaraña a fin de capturar las despreocupadas moscas. Y he aquí que una vez concluida su obra se paseó por ella, admirándola y de pronto observó un hilo que bajaba de lo alto, que le pareció destrozaba la estética del conjunto... "este hilo es feo, cortémoslo", se dijo. Pero he aquí que al hacerlo cayó la araña envuelta en su tela, prisionera de su red, como una tonta.

Así nosotros, que culminamos tantas proezas con nuestra inteligencia, la técnica, la obra de nuestras manos... pero no cortemos el hilo que soporta todo, no podemos prescindir de él pues caeríamos prisioneros de nuestras obras que se convertirían en cárcel para nosotros. Aprisionados en el tiempo que se escurre entre los dedos, y nosotros orientados al consumismo y a la satisfacción de los sentidos... perdemos la noción del hilo de donde venimos, tenemos la tentación de caer en la animalidad, en la pérdida del conocimiento de qué nos separa de un mono, la pérdida de la memoria de que podemos crear y pensar, aunque son antipáticas esas cosas pues plantean preguntas sin respuestas cómodas: "¿Qué estoy haciendo con mi existencia... ?", "¿Qué pinto aquí?" "¿Qué he hecho estos meses para no hacer nada que recuerde?" “¿De dónde vengo y a dónde voy, y quién soy? Y mientras nos movemos en términos de “productividad”, no alcanzamos la armonía y el equilibro para hacernos estas preguntas, no tenemos tiempo para lo importante porque estamos colapsados con lo urgente, no podemos dedicar tiempo a rezar o a amar... vivimos una existencia sustancialmente igual a la de nuestra araña. El afán de bienestar, de crecer en ‘status’ social, en dinero, competir... va formando una telaraña que nos aprisiona y quedamos encerrados en esta cárcel, que construye la araña que teje y aprisiona almas. Y nos volvemos egoístas, con afán de ser arañas a su vez de otros, de “poseerlos”, que sean nuestros y tejer telas en los rincones para atrapar en ellas otras almas como si fuesen moscas.

Aparte de las cosas visibles, las que se ven, están las invisibles, que son las que dan soporte a todo: son los valores, como el respeto a la vida, a los demás, basado en la dignidad de la persona, y la amistad y el amor, que es el máximo valor, la fuente de la felicidad, porque cuando amamos y nos damos somos felices. Hemos de preguntarnos por este mundo casi invisible, el amor que es la energía de la vida, y Dios que está en todas partes y nos infundió el alma, como explica de modo deliciosamente ingenuo la Biblia. La ciencia nos dice que este hombre está hecho de carbono y otras composiciones. Pero aunque nos diga mucho la estructura de algo no nos dirá la biología el qué es aquello que no se ve, esta especie de "dimensión invisible”.

¿Hay una pista de Dios en el cerebro humano? Dos investigadores de la Universidad de Pennsylvania (Eugene D’Aquili y Andrew Newberg) han creado una nueva disciplina: la neuroteología, y el semanario “Newsweek” del 5.2.2001 indica que ambos publicarán sus investigaciones en el libro “¿Por qué Dios no desaparecerá?” “Le Monde” recogía estos días la respuesta: “Porque el cerebro humano ha sido genéticamente concebido para sostener las creencias religiosas”.

Entre 1996-1998 estudiaron las funciones cerebrales y flujos sanguíneos del cerebro de 8 budistas tibetanos durante su meditación y de monjas franciscanas en oración. “La meditación activaría ciertas funciones cerebrales que son las que crean la sensación de plenitud absoluta y de comunión trascendental.”

Dicen los expertos que sería insensato suponer que las vivencias religiosas “puedan reducirse a un flujo neuroquímico”, pues el cerebro está programado para ayudar a la humanidad a sobrevivir en un mundo cruel, dando un sentido a la existencia. “Queda por identificar el programador”, decía el final del artículo. Me recordaba las palabras de Alexis Carrel sobre el instinto de superación espiritual que –junto a los primarios de conservación y perpetuación- anida en el corazón del hombre, y que no desaparece a través de los tiempos, lo cual significa que tiene un sentido pues cualquier instinto que no puede obtener su objeto desaparece y muere: “No conozco –decía el doctor- ninguna excepción a esto”, porque sin duda es una necesidad básica ese hilillo sutil que mantiene toda nuestra vida.