El materialista convencido dice: no hay Dios, ni cielo, ni espíritu, ni otra vida después de la hora de la muerte.
El espiritualista (los creyentes suelen serlo, aunque no siempre nos acordamos de ello) dice: hay Dios, cielo, espíritu y otra vida más allá de la frontera.
No existe ningún método químico, ninguna prueba de laboratorio, para decidir quién tiene razón y quién se equivoca. Si hubiese algún método evidente, claro, indiscutible, para llegar a una respuesta definitiva en este tema, hace siglos que habría terminado la discusión entre espiritualistas y materialistas. Pero la disputa sigue en pie, y todos nos encontramos a un lado o al otro de la plaza.
Llegará, sin embargo, el momento en el que este asunto quedará “resuelto” para siempre: tras la hora de la muerte.
Las posibilidades, a la hora de llegar a la tumba, son dos: o no existe otra vida, o sí existe y continuamos nuestra existencia (obviamente, de otro modo) porque tenemos la chispa del espíritu.
Ocurre, sin embargo, algo paradójico. Si todo se termina con la muerte, si la creencia en el espíritu era un error inmenso o un engaño maquiavélico, el materialista no podrá decir, tras la muerte, que tenía razón. A la vez, el espiritualista no se dará cuenta de que había vivido equivocado, ni se lamentará por haber soñado en un cielo inexistente. Los dos se esfumarán, como el humo que disipa el viento, como el fuego que agoniza con la lluvia que cae sobre la hoguera.
En cambio, si somos espirituales, si tenemos una vocación eterna, si Dios nos espera en la otra orilla, la situación será sumamente diversa. El espiritualista, el creyente, gozará infinitamente al descubrir que tenía razón, que había vivido pensando en el cielo. El materialista, en cambio, deberá reconocer su error. Tal vez tendrá que enfrentarse con consecuencias no esperadas, con responsabilidades que había descartado por no creer que hubiese nada más allá de la frontera.
Pascal (1623-1662) preguntaba: ¿quién tiene más miedo de la otra vida, el que piensa que no existe algo tras la muerte y se comporta de tal manera que, si hubiese cielo o infierno, mereciese el infierno? ¿O el que cree en la vida eterna, y se esfuerza por alcanzar el premio que la virtud recibe tras la muerte?
Son dos modos de vivir muy diferentes, casi contrapuestos, aunque luego, ateos y creyentes (creyentes de verdad) parezcan vestir igual, entrar juntos por la mañana a la oficina, y salir los fines de semana fuera de la ciudad en busca de un poco de descanso.
La tumba espera, imperturbable, con su silencio y sus enigmas. Más allá (así lo espero, así lo creo) está un mundo misterioso y bello, donde Dios abraza a sus hijos, para vivir, eternamente, en la dicha de los cielos.