Una brasa humeante: es el resto de un fuego antiguo, viejo. Quedan las cenizas, un poco de humo y algo de calor. El fuego podría revivir si viniese en su ayuda el viento, o una mano que removiese carbones y pusiera algunas pajas o un pedazo de papel.
Muchas vidas han brillado en el pasado. Quizá en la infancia: eran niños buenos que sonreían a sus padres, que jugaban alegres con sus amigos, que dejaban un chocolate para que otro pudiese disfrutarlo, que rezaban con las manos juntas por la paz del mundo o por la curación del padre borracho.
O eran adolescentes sanos, llenos de energías y esperanza. Iban a una parroquia, a un oratorio, visitaban a los ancianos y les cantaban los sábados por la tarde.
O eran jóvenes generosos y esforzados, que sabían darlo todo a la hora de estudiar, y que también hacían favores a sus padres, cada vez más mayores, o a algún amigo necesitado.
El tiempo fue pasando, y el pasado quedó en eso: pasado. Tal vez el cambio fue lento, progresivo. La carrera hizo que el deseo de estudiar, de subir, de conquistar un buen puesto en la vida, opacase, dejase de lado otros proyectos “menos importantes”. La oración quedó reducida a algo opcional, lo que se hace si sobra tiempo durante el día. La misa llegó a ser, primero, una obligación pesada; luego, un recuerdo de otros tiempos.
El respeto a algunos mandamientos se vio como poco necesario. Total, salir con un chico o una chica y no hacer lo que todos hacen llevaba a complejos de inferioridad. Como si el ser fieles a Dios fuese equivalente a perder experiencias intensas que pueden llenar un poco de tiempo el corazón y la cabeza.
Otras veces se trató de un cambio brusco, traumático. El accidente de un amigo, la muerte imprevista de papá o de un abuelo, ese suspenso en la escuela, el escándalo de un mal cristiano (incluso de un sacerdote poco honesto)... Las viejas certezas se venían abajo ante un mundo que no era tan bueno, que no podía salir de las manos del Dios del catecismo, de ese Padre bueno que cuida (así lo dice la Biblia) de los gorriones y de cada uno de los hombres y mujeres del planeta.
El fuego había quedado débil, agónico, casi muerto. Alguna noche venían a la mente oraciones de la infancia, o el consejo de aquel sacerdote anciano que escuchaba, escuchaba, y daba siempre una palabra de aliento. O tal vez esa sonrisa de la abuela que nunca criticó a quienes le hicieron tanto daño. O el gesto de un Papa que, enfermo, herido, vacilante, no dejaba de gritar la certeza de su Amor a Cristo y a los hombres.
Eran momentos de ánimos, de resurrección. Pero ya era demasiada la ceniza, la rutina, el alejamiento, las heridas de la vida o la desgana por los valores del espíritu. Había que dejar de lado el pasado de la fe para luchar por valores tangibles: unos billetes, una casa, un esposo o una esposa, quizá unos hijos.
¿Dios? La brasa parece no querer morir. Sale ese hilo de humo, algo susurra al corazón en el silencio. A la mente viene algún pasaje del Evangelio que, de niños o de jóvenes, decía tanto.
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo”... Una emoción que llega a la garganta, que quiere romper tinieblas de dudas y rebeldía. Una emoción que quizá morirá, como tantas otras, ante el peso del “realismo” de la vida.
Detrás del cielo, ha salido el Padre a mirar el mundo de sus hijos. Mira hacia todos los rincones, atisba en todos los caminos. Alguno ha decidido regresar, pide perdón, llora. El llanto del hijo se une al llanto de Padre. La voz de Cristo llega hasta dentro y enciende, nuevamente, un fuego de vida: “Yo no te condeno. Ven, bendito de mi Padre...”