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Ante la hora decisiva

Ante la hora decisiva 

1. ¿QUÉ PENSABA JESÚS DE LA MUERTE?

Si nos atenemos a las noticias evangélicas, debemos decir que en la conciencia de Jesús no existe la muerte en nuestro sentido. Siempre que habla de su muerte (ocurre cinco veces), lo hace en relación con su resurrección.

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Para nosotros, la muerte es el fin, sin más. Nuestra conciencia vital inmediata no va más allá. Cierto es que nos decimos lo más auténtico de nuestra, existencia no puede tener fin con la muerte; lo expresamos en diversos presentimientos, imaginaciones y esperanzas, y con la fe en la Revelación nos aseguramos la esperanza de la vida eterna. En Jesús es distinto. El sabe que ha de morir, y acepta la muerte; pero la considera como tránsito hacia una existencia que abarcará no sólo el alma, sino también el cuerpo, y que seguirá inmediatamente a la muerte. "Desde entonces, Jesucristo empezó a ensenar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén a sufrir mucho por parte de los ancianos, de los grandes sacerdotes y de los doctores, y a que le mataran y a resucitar en el tercer día" (Mt. 16, 21). Esas palabras no están meramente dichas, sino que brotan de una posición de conjunto, de una manera original de estar vivo.

Tampoco se puede interpretar una expresión como la citada a manera de interpretaciones hechas con posteridad por los discípulos, pues entonces se destruye todo.

La conciencia de muerte y resurrección que se expresa en ellas es central para Jesús. Si se quita esa conciencia, no queda algo así como un hombre real quizá, como si fuera más auténtico al quedar liberado de disfraces legendarios, sino que desaparece su peculiaridad. Se queda desposeído hasta lo último. Esa conciencia le es esencial. El ángulo de vida que observa inmediatamente no termina en El, como nos pasa a nosotros, ante la muerte, para luego proseguir andando a tientas con inseguridad, sino que atraviesa por la muerte con perfecta claridad. La muerte no es para él fin sino tránsito. La manera como Jesús se nota vivir espiritual y corporalmente es más bien tal que abarca la muerte como un acontecimiento que queda dentro de su condición de estar vivo. Por otra parte, esto no tiene nada que ver con ninguna mitología ni conciencia del misterio. Esa integridad de vida queda constituida desde la realidad divina, desde la cual existe él y en referencia a la cual vive.

Sobre esta conciencia de vida de Jesús, descansa la conciencia cristiana de la vida, la muerte y la resurrección. Esto es algo más que la confianza en la indestructibilidad espiritual; más bien la esperanza en una eterna existencia humana en Dios. Pero la realidad en cuya realización conjunta se percibe, es el sentimiento de vida de Jesús. Tampoco aquí lo decisivo es lo que El dice, sino lo que es.

Todo ello nos lleva a la conclusión de que El vivió de otra manera y murió de otra manera que nosotros. Aquí se evidencia con grandeza y nitidez definitivas lo que ya nos encontrábamos en el fenómeno de su "salud", y que es algo diferente de una vitalidad natural o una voluntad espiritual de vivir, Es una cualidad de su contextura anímico corporal, para la cual falta toda medida por parte de la experiencia natural.

Mejor se obtendría una aproximación a ello en la energía de la paciencia y el sufrimiento que puede emanar del amor fundado en la persona, o de la pura voluntad creativa del espíritu, o del deber y querer auténticamente religiosos. Solamente que en el mero hombre, esa energía debe abrirse paso contra todo lo enredado y extraviado que hay aun en el más sano... Esto falta absoluta mente en Jesús. Es sano y vivo; pero en un sentido especial. Por su propia naturaleza, puede ser sano el animal. El hombre, que se ha desprendido de Dios, querría serlo, pero no puede. Está hecho para subsistir desde Dios; es su salud lo que ha perdido por el pecado, de una vez para siempre... Por el contrario, esa "salud" de que habla la conciencia común es un fenómeno nada claro en absoluto. Casi se diría que es algo aún más enigmático que la enfermedad, pero es sencillamente enfermedad establecida en la forma de la normalidad; la enfermedad ontológica del ser caído, que se oculta por un relativo orden de su disposición de conjunto. En Jesús falta. En El está la plenitud de lo que ha destruido esta confusión; el existir por Dios y hacia el concepto de salud, que lo pensamos necesariamente por nosotros, no se ajusta a El. Su situación queda más allá de lo que caracterizamos como enfermedad y como salud.

2. ¿COMO LE LLEGO LA MUERTE A JESUCRISTO?

Los relatos del proceso de Jesús no nos aportan toda la claridad necesaria sobre las circunstancias en las que fue conducido a la muerte. ¿Cómo se desarrolló la comparecencia ante el supremo Tribunal judío, el Sanedrín? ¿Qué acusación fue determinante la de haber hablado de destruir el Templo o la de haberse declarado el Mesías, el Rey de los Judíos? ¿Hubo proceso en buena y debida forma? ¿Cómo un procedimiento religioso desembocó en un proceso político ante el Procurador romano? Es seguro que Jesús fue acusado de ser un agitador. Un cierto número de judíos notables explotaron hábilmente esta acusación ante el representante de Roma. Pilato no estaba muy convencido de ello. Trató de salvar la vida del acusado pidiendo a la muchedumbre que eligiese al que iba a beneficiarse de la gracia "pascual": Barrabás o Jesús. Así, la suerte de Jesús se jugó por eliminación, mediante la agitación de una multitud manejada por sus enemigos.

El motivo inmenso. Pero estos enemigos de Jesús que se encontraban entre los sacerdotes, los escribas y fariseos, el hombre de la calle, ¿por qué motivo querían su muerte? Ese motivo era inmenso. Para ellos Jesús era un loco, un diabólico, un blasfemador; no respetaba nada, ni la moral, ni la ley, ni el culto. Todo lo trastornaba: la sociedad, la religión y a Dios mismo. Recordad: apenas había dejado su aldea de Galilea cuando se puso a anunciar el Reino de Dios, la llegada de Dios como si Dios estuviera allí con todos, sin condiciones, sin ceremonia, sin exigir certificado de buena conducta y costumbres. Cuántas parábolas en las que mostraba a Dios yendo, sin precaución ni previo examen, locamente, en busca de la oveja perdida o del hijo pródigo! Aún peor: el Nazareno comía con pecadores públicos, visitaba a los enfermos que se consideraban castigados por Dios, decía que las prostitutas entrarían en el Paraíso antes que los ministros del culto. Y pretendía obrar en nombre de Dios. Destruía las barreras sociales y religiosas que dividían el Israel de su tiempo, pero destruía al Dios de la pureza legal; aquel a quien se creía honrar observando ritos, separando a los que tenían algunas taras mentales, físicas, morales o profesionales, y mirando a distancia a los extranjeros y a los samaritanos, esos hermanos bastardos y traidores.

La escalada. Y siguió la escalada. Un sábado había desafiado a las autoridades curando a un hombre que tenía paralizada una mano. Habría podido esperar algunas horas el fin del sábado y respetar el día consagrado a Dios.

Aquel día también lo había hecho adrede para que se tambalease una religión rígida y un Dios que los hombres habían endurecido. Había actuado como si el sábado no fuera en absoluto, como si fuera posible honrar más a Dios violando el sábado que respetándolo. Por la mano paralizada de un hombre que hubiera esperado con gusto algunas horas. Y había dicho: El sábado se ha hecho para el hombre y no el hombre para el sábado".

Muchas veces había afrontado las trampas de algunos fariseos, escribas, saduceos. Había tenido para muchos de ellos palabras muy duras. Los había, tratado de hipócritas, de mentirosos, de sepulcros blanqueados. Había criticado su altanería, pero también, sencillamente, su poder y su misión. Les había acusado de cargar sobre los hombros de los demás cargas insoportables. Les reprochaba el manipular a Dios, el desfigurarle, el hacer de El un instrumento de su poder. Un día les había echado en cara el venderse al César y el ser ladrones de Dios. "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".

Les había reprochado también la dureza de su corazón en la legislación sobre el matrimonio, su suficiencia en la oración y hasta la arrogancia de su paso.

El colmo de la subversión. Por fin. Jesús había cometido el acto más subversivo: la tomó contra el Templo, el culto, la aristocracia sacerdotal. "Destruid este Templo y yo lo reedificaré en tres días". Amenazaba al hogar sagrado de la unidad religiosa, moral y política de Israel. En el nombre de Dios se volvía contra la morada de Dios. Y contra el poder de los sacerdotes.

Este hombre era universalmente peligroso. Hacia temblar a la vez el orden social, moral y religioso. Los que detentaban estos poderes se sentían amenazados por él; por todas partes iba prendiendo el fuego. Un día seria mal interpretado por los romanos. Más valía terminar cuanto antes. Caifas, gran sacerdote aquel año, lo había dicho en el Consejo de los sacerdotes y fariseos: "No tenéis idea, no calculáis que antes que perezca la nación entera conviene que uno muera por el pueblo" (Jn. 11, 49-50).

A la vista de todo esto; ¿por qué mataron a Jesús? A causa de su vida, porque lo cambiaba todo: la sociedad, la religión. Dios.

Porque iba sembrando un contagio peligroso en la humanidad: el de la libertad y el amor, el del Dios que es vida y fuego.

La causa verdadera. Pero no nos engañemos por la moda actual de hacer de la muerte de Jesús un acontecimiento político, una historia palestina con cierto valor ejemplar. La verdadera causa de la muerte de Jesús fue redimirnos. Desde las profecías de Isaías y su descripción del "varón de dolores" hasta el Evangelio, los escritos patrísticos más antiguos y venerables, los monumentos litúrgicos paleocristianos...hasta las fórmulas que hoy utilizamos en el Credo, siempre somos nosotros, los redimidos, la causa de su muerte. Una casa es lo que se pueda decir circunstancialmente, por moda más e o menos oportuna, y otra la confesión de fe que brotando del Antiguo Testamento llega unánime hasta nuestros días.

3. ¿COMO AFRONTO LA MUERTE JESUCRISTO?

Lo más singular, sin embargo, es la libertad característica de la actitud de Jesús ante la muerte. No es la libertad del héroe que se siente obligado por la grandeza y sabe que la muerte es el polo opuesto de la misma. Tampoco es la libertad del sabio que conoce lo fugaz y lo duradero y se orienta según esto último. Hay aquí otro aspecto. En su ser más recóndito, Jesús se siente libre con respecto a la muerte, porque no hay nada en su persona que esté supeditado a la muerte. Jesús es incorruptible en todo su ser.

Por esto, por ser esencialmente viviente, Jesús se considera Señor soberano ante la muerte. Pero está ligado misteriosamente a ella como al pecado. Jesús, interiormente eximido de la muerte, se ha sometido libremente a ella. Ha sido enviado para dar un nuevo valor a la muerte, tanto en sí mismo como ante Dios.

La libertad de Jesús con respecto a la muerte queda expresada, ante todo, en las tres resurrecciones: cuando devuelve el hijo a la viuda de Naím, resucitándole sin esfuerzo alguno, como al pasar (Lc. 8, 11-17)... Luego, cuando restituye la hijita a Jairo, con un gesto suave, amoroso y tierno la niña sólo duerme, de manera que tenemos la impresión de que juega con la muerte y de que este terrible ser le obedece como el sueño se desvanece y cede bajo las manos maternales que despiertan al niño (Mc. 5, 22-43). Finalmente, el grandioso suceso de la resurrección de Lázaro, relatado por San Juan (9, 1-45).

Pero debemos preguntarnos cómo debe considerarse su muerte. Al principio. Jesús no hablaba de ella. Si el pueblo le hubiese acogido, habría se realizado la predicción de los profetas. La Redención hubiera tenido lugar mediante la predicación y la fe y habrá quedado transformada la historia. En tanto subsistió esta posibilidad, parece que Jesús no habló de su propia muerte a no ser que se refiriera a ella vaga y confusamente. Luego los jefes se obstinaron, el pueblo falla, y Jesús no sabemos en qué momento de profundísima vivencia emprende el camino de la muerte, para asegurar con ella la salvación de los hombres.

Desde este momento habla con precisión de su muerte. De modo decisivo, en la hora íntima de Cesárea de Filipo, cuando pregunta a los apóstoles: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?" (Mt. 16, 13). Tras la respuesta de San Pedro, al que el Señor prodiga sus alabanzas, dicese: "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de loe sacerdotes y de los escribas y ser muerto y al tercer día resucitar" (Mt. 16, 21) Pero la idea de su muerte va siempre unida a la de su Resurrección. Las predicciones de su pasión la unen a la muerte, como el tercer día al primera. Se evidencia por ello que Jesús no muere, como nosotros, a consecuencia de una muerte destructora, efecto del pecado, sino que muere a consecuencia de una muerte que El acepta libremente de las manos de su Padre. Lo dice explícitamente:

"Porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy de mi mismo" (Jn. 10, 18). Se somete a la muerte no por necesidad, sino porque es poderoso. Así lograremos comprender mejor el suceso misterioso de la Transfiguración, presentado por San Mateo (17), por San Marcos y también por San Lucas (Cap. 19 respectivamente). Presiéntase lo que va a suceder el día de Pascua. La muerte del Señor está ligada, desde el primer momento, con la transfiguración, porque no muere por debilidad, sino en la plenitud de la vida.

Esta se manifiesta también en la última noche, en el huerto de los Olivos (Lc. 22, 39-46). Ciérnese sobre Él, el carácter horrible de su muerte. Es presa de una angustia mortal, pero se somete a la voluntad del Padre. La muerte no actúa en El desde el interior mismo, como consecuencia de una destrucción vital. Al nacer, no se sintió herido, como cada uno de nosotros, por la herida secreta cuya última consecuencia es la muerte real. Jesucristo es esencialmente vivo; la muerte le llega por la voluntad del Padre, y El la acepta con su propia voluntad, por lo cual se la asimila mucho más profundamente que ".cualquier hombre. Nosotros la padecemos, sometidos por la violencia; en cambio El la acepta con el amor más profundo e intimo. Morir es por esto muy difícil para El. Se ha dicho que la muerte de muchos ha sido más horrible que la suya, pero esto no es cierto. Nadie murió ni ha muerto como El. La muerte es mucho más terrible cuando pone fin a una vida muy intensa, pura, delicada. La muerte nuestra siempre está orientada hacia la muerte misma. En realidad, e pignoramos lo que es la vida propiamente dicha. Pero El era tan plena y únicamente viviente que pudo decir: "Yo soy la vida". He aquí por qué apuró el cáliz de la muerte y por esto mismo la venció y superó.

Después de Cristo, la muerte presenta otro aspecto. El mismo nos ha dicho, sin embargo, que creer es participar de este misterio: "Quien cree en mí vivirá, aunque muera". El que cree está encuadrado en la verdadera vida, en la vida "eterna".