No siempre es fácil distinguir entre sentimientos y amor sincero. A veces alguien nos cae simpático, nos gusta pensar en él, sentimos una cierta plenitud cuando está a nuestro lado. En los casos en los que este alguien es del otro sexo, nos podemos preguntar si se trata sólo de simpatía, de amistad, o si me acabo de encontrarme a aquel que puede llegar a ser mi esposo o mi esposa. Quizá entonces sentimos algo de temor a emprender los pasos necesarios que llevan al noviazgo y, si todo va bien, a ese matrimonio que resulta más imprevisible que una quiniela en la que nadie sabe quién va a ganar...
Por eso, a la hora de pensar si estoy ante la persona que podría compartir conmigo toda la existencia, debo detenerme unos momentos para pensar en serio lo que voy a hacer. Si estoy en un enamoramiento inicial, lleno de emociones y de simpatía, la maduración del amor me exige entrar en ese núcleo interior, el del corazón y la voluntad, desde el que se toman las decisiones que orientan en profundidad la vida de cada hombre.
El amor verdadero lleva mucho más lejos que el simple enamoramiento. Lo propio del amor es el darse de un modo total al otro, a la otra. La totalidad del amor exige integrarlo todo, sentimientos, sueños, emociones, voluntad e inteligencia, en la entrega al otro. Por eso no puedo decir que amo a una persona simplemente porque resulta eficaz cuando trabajamos juntos, o porque tiene muchas ideas para llenar el tiempo en nuestras conversaciones, o porque enciende mi corazón con emociones más o menos intensas. El amor me hace decirle a la otra persona que yo soy todo para ella y que ella es todo para mí. Sin discusiones, sin alternativas, sin puertas de emergencia: un amor verdadero no pone límites.
Por eso el amor que lleva a darse no es fácil. El mundo de hoy nos ha acostumbrado a decisiones provisionales, a emociones pasajeras, a aventuras pasionales, de ocasión. El amor no puede vivir según los parámetros de lo inmediato, de lo fugaz, de lo anecdótico. Cuando una pareja se quiere de verdad se compromete hasta el fondo. La plenitud del compromiso, el matrimonio, es tan fuerte que es capaz de permitir, si Dios lo quiere, el nacimiento digno de los hijos, ese nacimiento que es fruto de un amor que no se deja vencer por el miedo o la rutina.
El mundo necesita el testimonio de enamorados. Muchos de nuestros padres nos han enseñado, con su ejemplo, lo que es amarse hasta la enfermedad, hasta el dolor, hasta la prueba. Otros, no pocos por desgracia, han presenciado esa amarga tragedia de unos padres que viven en continua guerra civil que muchas veces termina en el momento trágico del divorcio. Un divorcio que no soluciona nada, sino que declara el fracaso de un amor que, en muchos casos, quiso ser sincero.
Dos enamorados de verdad no se casan con el horizonte de la derrota como posible etapa de sus vidas. Dos enamorados de verdad lo dan todo por el otro, por la otra, porque el amor implica darse sin miedo. Donde hay miedo no hay amor completo. El miedo lleva a reservamos algo por si las cosas no van bien, a esconder un bote salvavidas con una sola plaza: lo que le pase al otro no nos importa... Quizá por ese miedo algunos no se casan nunca: prefieren su libertad egoísta a la aventura emocionante y dichosa del darse y del recibirse hasta la muerte.
Amar es posible. Más aún, amar es necesario. La plenitud de la vida humana se encuentra en el amor. Donde no hay amor, la muerte empieza su trabajo de destrucción y de amargura. Por eso el amor es más fuerte que la muerte, y llena a los esposos enamorados con una paz profunda y sincera, una paz que no termina ni con el dolor, ni con las pruebas, ni con el desgaste del tiempo que sólo arrutina a los que no saben amar sin límites.
El amor es temible porque es omnipotente. Por eso Dios no se cansa de los hombres. Vence nuestros pecados porque nos ama. La cruz de Cristo es la imagen de su amor. Los cristianos, que creemos en el Amor, podemos vivir el matrimonio en plenitud de paz y de alegría. Sabemos lo que es darse hasta la muerte, perdonar y comprender, lo que significa amar sin egoísmos, como Dios ama. Aquí se encuentra el camino más seguro para la alegría matrimonial: amar como Dios ama. Ese es el camino para alcanzar la felicidad que tanto anhelan los esposos que se aman.