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Alfredo Cremonesi: misionero y mártir

“Mi obispo os habrá dicho que aquí me llaman 'el movimiento perpetuo', porque nunca estoy quieto, ni siquiera cuando me enfermo. Pienso que sí hay que buscar la salud, pero no importa mucho. Años más o años menos, ¿qué son frente a la eternidad? El trabajo que se debe hacer hay que hacerlo ahora, lo que no podrá ser hecho lo harán los que vengan. Y en cuanto al descanso, hay tanto tiempo en el Paraíso...” (carta a los familiares, 25 de junio de 1947).

Las líneas anteriores salen de la mano y del corazón de un misionero italiano, el P. Alfredo Cremonesi, que escribe desde Birmania (hoy Myanmar). Un hombre sencillo, creyente, dinámico, y soñador. Simplemente, un misionero.

Alfredo Cremonesi había nacido en Ripalta Guerina, un pueblecito de las llanuras del norte de Italia, el 16 de mayo de 1902. Su padre era un católico convencido, que tuvo que arriesgar mucho para defender sus principios cristianos ante el avance del fascismo en Italia. Su madre le enseñó a rezar, a amar, a trabajar, a vivir según la fe en Jesucristo.

Alfredo siente desde muy joven que Dios le llama. Es un adolescente cuando empieza sus estudios en el seminario diocesano. Pero su salud muestra señales de fragilidad. ¿Será que Dios no lo quiere sacerdote? Después de leer la “Historia de un alma” de santa Teresa del Niño Jesús, pide a la santa el milagro de la curación.

Los médicos y los familiares creen que la muerte puede llegar en pocos meses. De repente, Alfredo recupera completamente la salud, sin más, sin ningún motivo aparente. Alfredo acoge el “milagro” como una señal de que Dios le pide algo más: quiere que sea misionero.

El año 1922 deja el seminario diocesano y va a Milán para ingresar a un centro dedicado a preparar misioneros. Se ordena sacerdote con 22 años, en 1924. El año siguiente toma un barco que lo lleva lejos, muy lejos: a Birmania, en el Sudeste asiático. Su corazón le dice que nunca volverá a ver a la familia, pero su voluntad se mantiene firme: hay que dejarlo todo para dedicarse, por entero, al trabajo de las misiones.

En Birmania le esperan un sinfín de sorpresas. Un clima tremendamente caluroso le hace recordar los inviernos fríos de su Italia querida. Además, hay que aprender nuevas lenguas. El obispo le pide diversos trabajos, hasta que, por fin, le manda a zonas donde viven miles de hombres y mujeres que no conocen a Cristo. ¡El P. Alfredo, por fin, puede misionar, puede predicar a Cristo!

Dios sabe lo que son las cosas y por qué no todo sale como uno soñaría. Al pobre misionero le cogen cariño, muy pronto, la malaria, el hambre y el cansancio. En algunos sitios encuentra pequeños poblados que ya son católicos. En otros, la gente vive muy contenta con otras religiones. Los pueblos entre los que trabaja, los karen, están muy desperdigados en medio de la selva y las montañas. Casi no hay caminos, y más de una vez quien le sirve de guía se pierde en medio de algún valle... hasta que algún gallo o alguna señal humana encienden la esperanza y dan la pista de que un poblado está casi al lado, escondido detrás de un muro de vegetación salvaje...

A pesar de tantas dificultades, la misión consigue los primeros frutos, especialmente desde un poblado que se llama Donoku, cerca de las montañas. Algunos grupos aceptan el Evangelio y se convierten. Los catequistas, formados entre los mismos indígenas karen, resultan especialmente eficaces por su fervor.

Después de varios años de trabajo, el P. Alfredo escribe: “Mira a estos maravillosos cristianos. Han sido bautizados hace tan sólo dos o tres años, pero son mucho más fervorosos que muchos de nuestros católicos en Europa, que han recibido la fe desde hace muchos siglos. También los catequistas que los han instruido en la fe son jóvenes cristianos. Aún así, en las aldeas donde viven su vida ejemplar muestran la belleza de nuestra fe; mantienen unido al pueblo, resuelven sus problemas cotidianos y conquistan, con su ejemplo, a nuevos paganos para la Iglesia. Pueda el Señor mandarnos siempre más evangelizadores como estos”.

En medio de la actividad frenética de la misión, el P. Alfredo pide oraciones. Sabe que el mundo de los corazones no depende de las fuerzas humanas. Cuando tiene 35 años, escribe a una religiosa de clausura: “Ayúdeme a ser monje de clausura de hecho, si no puedo en la apariencia. Alcánceme de Jesús la gracia de una intensa vida interior, de modo que en medio de una vida necesariamente dispersa me sea familiar el encontrar en mi corazón una celda serena y secreta donde sólo sea admitido Jesús”.

El mundo pasa por momentos difíciles. En 1939 estalla la Segunda Guerra Mundial. Birmania, hasta entonces gobernada por los británicos, es ocupada por los japoneses en 1943. Muchos misioneros tienen que dejar a sus fieles. El P. Alfredo puede seguir en Birmania, pero no en Donoku, pues le obligan a ir a otras zonas “más seguras”. En una ocasión, los japoneses lo arrestan y lo atan a un árbol toda la noche. Sin saber por qué, al día siguiente lo dejan libre.

Tuvo más suerte que su hermano Ernesto, un católico convencido que fue arrestado en Italia por los nazis, y que murió en un campo de concentración. El P. Alfredo, recordando esta muerte, escribirá a sus padres: “Estoy orgulloso de ser su hermano. Creo que si hubiese estado yo en Italia habría muerto de la misma manera [...]. No habría podido haber resistido a la voz de la democracia, palabra que ha sido la alegría de mi juventud, y seguramente me habría sacrificado. Por eso es un gran dolor esta pérdida, pero también una gloria. Ernesto podrá hacer en el paraíso más de lo que habría podido hacer en la tierra”.

Poco después de finalizar la guerra, Birmania consigue la independencia. Pero en pocos meses estalla la guerra civil entre la mayoría de la población (birmanos) y algunos grupos raciales minoritarios. Especialmente dura es la revuelta de los karen, que se prolonga desde 1948 hasta 1952 ó 1953.

El P. Alfredo ve difícil volver a la zona donde había desgastado tanto su vida, pero insiste una y otra vez: le esperan “sus” cristianos. Al final el obispo le da permiso. La guerrilla domina todavía amplias zonas de los karen, y el misionero tiene que negociar primero con los soldados del gobierno y luego con los jefes de la guerrilla. Por fin, llega a su zona preferida de misiones, el poblado de Donoku. ¡Hay que empezar de cero! Todo estaba destruido: la iglesia, la casa del misionero, la casa para las religiosas, el orfelinato. La gente ha huido a las montañas por miedo a la guerrilla y al ejército del gobierno.

El P. Alfredo Cremonesi empieza a trabajar. Es el año 1952. Reconstruye aquí y allá alguna que otra casa. Apenas sí tiene algo que comer, pero no importa. La enfermedad le hiere profundamente, pero no le quita el deseo de seguir en pie. Sus cabellos emblanquecidos dan a sus 50 años un tinte de venerable. Así, débil y pobre, va a visitar a los grupos de católicos dispersos por las montañas.

El obispo es consciente del peligro que corre el P. Cremonesi. Pero su misionero está dispuesto a no escapar, aunque la situación empeore. No quiere dejar a su gente. En una carta escribe: “Mientras mi alma esté tan decidida como ahora, no escaparé nunca, suceda lo que suceda. Como máximo podrán asesinarme, lo cual no es un gran daño, puesto que al puesto de un misionero asesinado dejarán venir un misionero nuevo, lleno de salud, de empuje, de entusiasmo, que hará ciertamente las cosas mil veces mejor que yo...”

Algunos benefactores, desde Italia y desde Estados Unidos, empiezan a mandarle algo de ayuda. Todo es esperanza. Pero la situación militar se hace tensa por momentos. Parece que el gobierno birmano quiere lanzar una ofensiva contra los guerrilleros karen de la zona. Un día inicia una batalla. Los rebeldes resisten, y los soldados del gobierno tienen que retirarse. Llegan a la misión, y quieren castigar al jefe de los catequistas. El P. Alfredo lo defiende, y entonces los soldados disparan contra el sacerdote. Cae al suelo y muere en pocos momentos. Junto a él también son asesinadas dos huérfanas a las que ofrecía asistencia en la misión. Era el día 7 de febrero de 1953.

Apenas se retiran los soldados, los católicos karen se acercan a rendir el último homenaje a su misionero. Le cortan pedazos de la barba y de la ropa para enviárselos a la familia que vive en Italia. Consideran que es un verdadero mártir, pues ha muerto por querer estar con ellos, por su amor al Evangelio. Lo entierran de prisa, con afecto, en medio de la pobreza que rodea su vida.

La muerte del P. Alfredo Cremonesi fue el último acto de una vida de entrega. Años atrás, en 1929, después de un mes de fiebres y de dolores continuos, había escrito: “No me importa nada de mí. Paupérrimo e inútil instrumento en las manos de Dios, no cuento nada de nada. Pero lo que sí me causa un dolor mayor es ver tanta mies madura y sentirme absolutamente impotente para recogerla [...]. Dicen al misionero que cuide la salud y que no se agote. Pero el misionero no hace caso de esta recomendación [...]. ¡Que avance la causa incluso al precio de su vida!”

La vida del P. Alfredo Cremonesi fue dada, en testimonio, en martirio, por amor. Su tumba sigue allí, en Donoku, como señal de su sacrificio. Su espíritu goza de Dios, y, desde el cielo, bendice a sus queridos karen y a tantos hombres y mujeres que, con sencillez, acogen el Evangelio y descubren la verdad que salva.

Seguramente otro misionero habrá llegado a ocupar su lugar. Pero la mies sigue siendo mucha. Hay que pedir, nuevamente, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. Quizá hoy algún joven dirá que sí, y en unos años otro rincón de la tierra escuchará, a través de una voz tal vez débil pero convencida, que Dios nos ha amado con locura...