Se cumplen 50 años de la detención en Argentina del dirigente nazi, el Coronel Adolf Eichmann, quien fue acusado, junto con otros jerarcas nacionalsocialistas, de la aniquilación de 6 millones de judíos en campos de concentración de Polonia y Alemania.
En 1942 se había llevado a cabo una importante reunión: la Conferencia de Wannasee en la que los altos dirigentes nazis habían decidido poner “una solución final al problema judío”. De forma unánime se votó por incrementar el número de campos de concentración, ubicados sobre todo en territorio polaco. Se aceleró la deportación masiva de judíos y la constitución de nuevos ghettos. A la población judía le fueron confiscados todos sus bienes. Para los nazis, los ciudadanos hebreos dejaron de tener condición humana y pasaron a convertirse en un número más en la estadística, en un nombre más en esas temidas “listas negras” en que los condenaban a la muerte. Hitler consideraba al pueblo judío como una “raza pervertida y degenerada” que había que eliminar de la faz de la tierra.
Los antecedentes biográficos, nos detallan que Eichmann tuvo una infancia infeliz ya que a temprana edad falleció su madre. Su padre se volvió a casar y se trasladó a Austria donde le ofrecieron otro trabajo. Tuvo muchos roces y conflictos con su madrastra y siempre se sintió un extraño en este país vecino a Alemania. Curiosamente su mejor amigo, se llamaba Salomon Khan, quien lo invitaba con frecuencia a su casa y, en ese hogar judío, Eichmann encontró el cariño y el afecto que no tuvo en su casa.
Sin embargo, Eichmann –desde 1932- abrazó con fanatismo las ideas de acabar con el pueblo hebreo y la supuesta superioridad de la raza aria. Al término de la Segunda Guerra Mundial, este Coronel alemán era identificado como un peligroso criminal de guerra y quedó bajo la custodia americana. Pero logró escaparse y secretamente se trasladó a Argentina donde realizó diversos trabajos durante los años cincuenta. Cambió de nombre, de pasaporte y hasta de personalidad. Pero tenía una particular morfología de sus orejas que lo hacían fácilmente identificable. Fue descubierto por el servicio secreto judío en Buenos Aires y conducido para ser juzgado en el Estado de Israel, donde fue condenado a muerte el 1 de junio de 1962, después de un largo proceso judicial.
En el documental que presencié recientemente, Adolf Eichmann se pasó muchas horas escuchando a testigos del holocausto judío frente a un tribunal. Este Coronel, de baja de estatura y con modales refinados, a simple vista, no parecía ser el tristemente célebre genocida.
No obstante de tener traducción simultánea a la lengua germana acerca de lo que iban exponiendo las víctimas sobrevivientes y los testimonios de sus familiares de aquellos horrorosos campos de exterminio, me llamó la atención que Eichmann se pasó todo el tiempo con la mirada extraviada. Parecía que aquellos espeluznantes relatos se referían a un asesino completamente desconocido para él. Se mantenía sereno e indiferente y hasta con un aire de aburrimiento.
Se limitaba a repetir una y otra vez la frase: “Soy soldado, no hice sino cumplir órdenes. No soy culpable de esto que me imputan.”
Un juez le replicó: “-Pero usted firmó cada una de estas actas dando órdenes para que fueran condenados a muerte miles y miles de judíos”.
A lo que Eichmann respondió: “-Sí, pero recibí indicaciones expresas de hacerlo por parte de Himmler y Heydrich, quienes eran mis superiores”.
Pero hubo un testigo que le hizo perder el control a este dirigente nazi. Se trataba de un padre de familia quien tenía una hija de unos 5 años. Eran vecinos de la casa de campo de Eichmann en Alemania. Un día la pequeña se saltó la cerca, y sin permiso del Coronel nazi, comió algunas de las cerezas de su huerta. Cuando su padre se percató, corrió desesperadamente a rescatar a la niña pero, al entrar a buscarla, observó cómo Eichmann le disparaba con su pistola en la cabeza, mientras la niña caía desplomada todavía con algunas de aquellas cerezas en su pequeña mano.
Entonces, Eichmann se alteró y comenzó a gritar, a modo de excusa:
“-Sí, reconozco haber cometido este crimen y muchos otros más. Pero quiero decirles que no fui el único que obedecí a esas órdenes sino que fuimos muchos, fuimos muchos…”.
Lo que no reconoció Eichmann fue que cuando su superior, Himmler, poco antes de terminar la Guerra Mundial, quiso frenar esta matanza, este Coronel nazi –completamente obsesionado- desobedeció las órdenes y, por su cuenta y riesgo, continuó con el holocausto judío. También se jactaba de producir los mejores jabones y lechugas fertilizadas con restos humanos.
Recuerdo también en este documental, que entre los testigos que pasó de declarar, un hombre de unos 55 años narró su dolorosa y amarga experiencia en un campo de concentración y explicó cómo le tocó observar las pilas de cadáveres de hombres, mujeres y niños…Fue tal la impresión de aquel traumatizante recuerdo que, inesperadamente, comenzó a vomitar y a continuación cayó desmayado. Otra mujer relató que cuando un pelotón de soldados ametrallaron a un grupo de judíos junto a unas fosas con la finalidad de matarlos, ella instintivamente se tiró al agujero en la tierra, fingió estar muerta y milagrosamente logró escapar con vida para contarlo. Pero Eichmann observando y escuchándolo todo, continuó imperturbable desde su asiento.
Mientras contemplaba el comportamiento anormal e inhumano de Eichmann, pensaba para mis adentros: “-¿Cómo es posible que este genocida se haya convertido tan insensible ante los crímenes, ante las torturas, el sufrimiento y el padecimiento de millones de seres humanos? ¿Era un enfermo mental, un psicópata? ¿O simplemente la población judía se había convertido para él, y muchos otros nazis, en ‘un número más de una estadística’ que había que exterminar a toda costa?”
Por asociación de ideas, pensé en los millones de seres humanos que son destruidos, con la misma crueldad, mediante el aborto en nuestro tiempo. Políticos, legisladores, dirigentes de organismos internacionales, de ONG, feministas radiales, autoridades sanitarias, médicos, intelectuales lo justifican plenamente por un supuesto “derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo”. Se trata a toda costa de eliminar los “embarazos no deseados” de la misma forma que Hitler, Himmler, Heydrich, Eichmann y tantos otros, justificaron la aniquilación del pueblo hebreo por considerarla una “raza viciosa y pervertida”.
Y es que cuando se niega el derecho a la vida, se niegan todos los demás derechos. Del mismo modo, cuando alguien se autoerige en “juez” para dictaminar quien tiene derecho a vivir y quien no, en ese momento, estamos cayendo en la peor de las barbaries que atenta contra el más fundamental de los derechos.
En el Distrito Federal, desde que la Asamblea Legislativa despenalizó el aborto, en un período de tan solo dos años se han dado muerte a 23 mil 215 bebés. Además de las miles de píldoras abortivas que se distribuyen masivamente y cuyo número de decesos no se pueden cuantificar. Diariamente en muchas clínicas y hospitales se comete este nuevo holocausto y las autoridades de la capital lo tienen “como timbre de gloria” porque se brinda a algunas mujeres la mal llamada “salud sexual y reproductiva” y muchos funcionarios públicos sostienen que es lo “políticamente correcto”. Desde luego, no aparecen las fotografías de las pilas de fetos destrozados en las ocho columnas de los periódicos ni en los noticieros de televisión como sucede casi a diario con los narcoasesinatos. Por la sencilla razón de que “no son noticia” y la ley protege a los homicidas de esos miles de mexicanos indefensos, que ni siquiera tienen voz ni fuerzas para repeler la agresión por sus propias manos.
Nada parecía que detuviera a Eichmann, durante la Segunda Guerra Mundial, en su afán obsesivo por acabar con el pueblo judío. En 2010, en la paradójica “La Ciudad de la Esperanza”, nada parece a corto plazo que pueda frenar a los irracionales actos abortistas. Pero todos sabemos que hay un Ser Supremo a quien, al final de nuestras vidas, deberemos dar justas cuentas de cada uno de nuestros actos.
En el libro del Génesis (4, 2-16), cuando Caín decidió matar a su propio hermano, Abel. El Señor le dijo a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Contestó: “No sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Replicó el Señor: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a Mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas. (…) Vagabundo y errante serás en la tierra”.
Muchas mujeres que han abortado deliberadamente, entre otros padecimientos psiquiátricos que sufren, consiste en soñar reiteradamente que escuchan lamentos y sollozos de bebés. Se despiertan sobresaltadas y buscan en los cuartos de su casa de dónde pueden proceder esos quejidos pero no encuentran nada. Se vuelven a dormir y se repite ese mismo sueño hasta que llegan a la conclusión que en realidad es la voz de su conciencia, de su maternidad, que les reclama a ese hijo que lo privaron de la vida.
Franz Kafka, en su novela La Metamorfosis, nos relata magistralmente el surrealista despertar de su personaje, Gregorio Samsa, convertido de la noche a la mañana en un insecto enorme, que con angustia experimenta que no se puede levantar de la cama ni puede explicar lo que le ocurre y se percata que, si no es un ser humano, entonces su vida carece de sentido.
A veces pienso que el Infierno de todos aquellos que -directa e indirectamente- contribuyen a que se realicen abortos y, que nunca se arrepintieron de sus yerros, serán esas mismas pesadillas permanentes en las que contemplaran los rostros de toda esa multitud de niños que mandaron aniquilar. Intentarán dormir una y otra vez, pero los intensos gritos y llantos -clamando misericordia y justicia- de aquellos infantes, les estarán continuamente despertando en una larga y tormentosa noche sin final.