Cuando no son las crisis económicas, son los problemas de inseguridad. Cuando no es el bajo nivel educativo, es la falta de democracia. Los motivos, o pretextos, pueden ser muchos, pero es un lugar común escuchar que “vivimos tiempos muy difíciles”. En particular, esta expresión la escucho de parejas jóvenes cuando hacen alusión a “la familia pequeña”, cuando justifican tener pocos hijos, “para darles más”.
Ante este planteamiento siempre me he preguntado, ¿acaso ha habido tiempos fáciles? ¿No son éstos tiempos más fáciles que los de quienes nos precedieron? O no tenemos memoria, o no queremos ver.
Ahora que se recuerda el centenario de la Revolución Mexicana he visto partir, en un lapso menor a un año, a mi padre (93), mi suegro (94) y mi suegra (89). Todos ellos nacieron y vivieron sus primeros años durante la fase más violenta de esa revolución iniciada en 1910 y que para algunos terminó en 1929.
Pero aún dentro de la etapa de “pacificación” existieron condiciones muy difíciles para quienes habían perdido a sus padres o carecían no sólo de medios, sino de la posibilidad de estudiar. A muchos, como a mi padre –jalisciense–, le tocó ser hostigado desde sus primeros años de estudio hasta los universitarios, por el jacobinismo educativo del “grito de Guadalajara” de Calles y el proyecto de educación socialista de Cárdenas.
En contraste, mi suegro –michoacano– fue formado en las turbas estudiantiles cardenistas que gozaban de subsidios gubernamentales para deambular de aquí para allá como corifeos del nuevo proyecto político. Suerte que no tuvo mi suegra –también michoacana–, por lo que no pudo avanzar más allá de la primaria.
Así, en medio de carencias, saqueos, muertes, violaciones a las mujeres, arbitrariedades, el “año del hambre” y tantas carencias, su generación se abrió paso con trabajo y esfuerzo, sin temor y sin imponerse límites, sino mirando hacia adelante y trabajando por un México diferente.
En aquellos años los autos –necesariamente importados– eran muy pocos; viajar de un lado a otro llevaba días, no horas como ahora se hace en aviones. El transporte más moderno era el tren, al que casi se le ha dado sepultura; se iniciaba la radio y con alcance limitado; la escuela pública era muy poca; se vivía del campo y poco a poco –protegida y con mala calidad– nació la industria.
Por encima de todo, era una generación sabia. Mi padre, quien pudo llegar a estudios de maestría, fue un privilegiado de su tiempo, gracias a su tenacidad y sus capacidades. A pesar de haber alcanzado el grado en Estados Unidos, venciendo los prejuicios racistas de algunos de sus maestros, rechazó las ofertas para trabajar en el país, y siempre lo hizo en México y por México.
Siempre reconoció que en el gobierno había de todo: corruptos, demagogos y algunos honrados que independientemente de sus ideologías buscaban el bien de la patria. Se enfrentó a los primeros y, pese a sus diferencias, trabajó con los últimos. Sus principios cristianos fueron su norma y guía siempre, hasta la muerte.
Pese a sus devaneos socialistas de la primera hora, mi suegro, convertido en comerciante pequeño también supo deslindar y distinguir la demagogia y la corrupción de las reales necesidades del país. Conservó sus amistades de aquellos años, pero vuelto al catolicismo gracias a su esposa y los cursillos de cristiandad, los conservó y se respetaron mutuamente. Tuvieron caminos diferentes en la vida y en la muerte.
Pero en medio de todas esas adversidades, la mayor generosidad que vi en ellos, como en otras familias de la época, fue la de la transmisión de la vida. Mis suegros tuvieron, educaron y formaron 14 hijos, “en aquellos tiempos difíciles”. Mi suegro se sentía millonario en ellos y no en su cuenta de cheques. Pese a no tener títulos ni grados, supieron educar a sus hijos e hijas, y hacerlos mexicanos útiles y de valor.
En casa fuimos cuatro y no más, porque mi madre murió a raíz de un parto difícil de placenta previa y alumbramiento prematuro, optó por preservar y salvar la vida de su hijo –quien finalmente murió también– antes que aceptar el recurso del aborto, aunque en ello le fuera la vida. Había generosidad y valor, y no eran tiempos fáciles.
La mayoría de los miembros de esa generación han partido, o están por hacerlo, pero no se habla de ellos, sino de una revolución abstracta y amorfa, malograda en sí misma, pero que no fue un fracaso total, porque una sociedad civil valiente, trabajadora, callada y hasta políticamente sometida, logró vencer esas adversidades para darnos mejores tiempos, aunque los timoratos los vean como “difíciles”. Ante quienes nos precedieron sólo queda rendirles homenaje por haber sido una generación valiente.