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Adán y el juicio final

Juan tuvo un sueño profundo y muy vivo. Se encontraba en un valle inmenso. Desde todas las direcciones posibles, llegaban millones de personas: hombres y mujeres, adultos y niños, jóvenes y ancianos, trabajadores y desocupados, ricos y pobres, santos declarados, santos anónimos, pecadores convertidos y pecadores desalmados.

La muchedumbre crecía por minutos. Desde lo alto apareció un Cordero que dominaba con su presencia todo el valle. Un ángel tocó la trompeta, y se hizo un silencio dramático. Otro ángel llegó con una lista enorme, y empezó a leer nombres.

Algunos de esos nombres eran bien conocidos: Sócrates, Cicerón, Francisco de Asís, Adolf Hitler, Madre Teresa de Calcuta. Otros indicaban a personas desconocidas por la mayoría de los presentes. Cuando se pronunciaba un nombre, el llamado pasaba al frente, a la vista de todos. Los que eran desconocidos avanzaban en medio de un silencio más o menos tenso. Los “famosos” suscitaban aplausos o gritos de condena entre grupos numerosos de personas.

El ángel de la lista gritó dos nombres: Adán y Eva. Se hizo un silencio sepulcral. Por la parte izquierda, de muy lejos, avanzaron dos figuras humanas. La multitud prorrumpió en un murmullo confuso y dividido. Unos querían aplaudir: “¡Son nuestros primeros padres!” Otros querían condenar: “¡Por vuestra culpa vino el pecado y todo tipo de males entre los hombres!” Otros querían abrazarlos: “¡Cristo vino al mundo porque Dios fue fiel al amor que os tenía y, en vosotros, a todos los hombres!”

Juan despertó. No había valle, ni multitud, ni Cordero, ni ángeles, ni trompetas. Sintió que estaba solo. Se preguntó, como pocas veces había hecho antes, qué diría él cuando tuviese la ocasión de encontrarse con Adán y con Eva.

Pero luego su mente se llenó de otras preguntas: “¿qué dirán los demás cuando escuchen mi nombre? ¿Cuántos no sentirán un poco de rabia al recordar todas las injusticias que cometí sobre ellos? ¿O habrá tal vez muchos que, agradecidos, empezarán a aplaudir, porque les ayudé, les serví, les acompañé en un momento difícil de sus vidas?”

Juan se daba cuenta de que ninguno de sus actos era indiferente. Cada ser humano escribe una historia imborrable. Cada opción crea un poco de bien en el mundo, o aumenta el mal que parece dominar en tantos corazones humanos y que hace sufrir a millones de niños hambrientos, pobres, abandonados.

Es fácil señalar a Adán y Eva y ver en ellos, en nuestros primeros padres, el origen del mucho mal que hace llorar al mundo. Es más correcto no condenar una historia que ya ha sido perdonada, para dedicarnos, desde el lugar de cada uno, a construir un mundo un poco mejor.

Juan ha llegado a la moraleja del sueño. Este día irá a trabajar con otro espíritu. Regañará a los hijos con más cariño (casi ni se sentirán regañados). Hará más feliz a la esposa al ayudar en los mil trabajos de la casa. Y en la noche, todos juntos, rezarán. Desde la casa de Juan (hay muchos juanes y juanas en el mundo) un poco de buena levadura está cambiando, sin que lo sepan muchos, la cara triste de un planeta necesitado de esperanza.