Padre Fernando Pascual L.C.
Desde que nacemos, toda nuestra vida es un continuo frenesí. Primero, la velocidad de un embrión, de un feto, que crece y crece con energías insospechadas. Luego, las inquietudes de un bebé, sus lloros, su sonrisa, sus sueños y sus pataleos. Llegan en seguida los primeros pasos, la aventura de un idioma, el descubrir mil cosas nuevas, el continuo “probar” con la boca a qué sabe cada clavo, pedazo de madera o juguete de plástico. Luego, el deseo de mayor libertad, los coscorrones, el inicio del parvulario...
Es hermoso poder tener un momento, en la tarde, con la madre. Poder recordar los días de la infancia, los juegos y las enfermedades, los viajes y los días de lavar la ropa, los desórdenes de la cocina y las peleas de las hormigas en la panera. Poder recordar esos ratos junto al lecho, cuando la sangre salía por la boca, cuando la fiebre subía por la tarde, cuando no había manera de probar un bocado de comida hecha a base de cariño y de paciencia.
No resulta fácil ser sacerdote. Por las críticas de algunos familiares, que no comprenden por qué un joven deja la carrera o el trabajo para ir al seminario. Por la sonrisa compasiva de amigos, que ven cómo queda “arruinado” un futuro que parecía prometedor. Por la mirada de gente anónima, que espera el día en que la Iglesia deje de existir sobre la tierra...
Hay momentos en los que el corazón sufre por tristezas profundas, por penas que parecen no tener fin. Pensamos entonces que Dios no nos escucha, que nos abandona, que nos “prueba”, que permite enfermedades lentas y dolorosas o dramas profundos en la propia vida o en la de tantas personas a las que queremos de veras.
Cada día recibimos mil gestos de fidelidad y de amor de los que viven a nuestro lado. Nos llega el pan a la mesa gracias al trabajo de unos panaderos, al policía que regula honestamente el tráfico, al padre o a la madre que van de compras, al empresario que paga puntualmente y con justicia su salario, al campesino que sudó para ver crecer, poco a poco, unas espigas. Corre el agua por el grifo gracias a un plan local o regional para abastecer pueblos y ciudades con ese precioso don que baja del cielo y las montañas.
La prensa nos presenta cada día a hombres y mujeres famosos. Personajes del hoy, esos que escriben la historia con opciones dramáticas y decisivas. Personajes del ayer, a los que recordamos en un aniversario o cuando llega la noticia de su muerte: “Fulanito, director de cine, murió con 93 años”. “Menganito, presidente del gobierno en la crisis X, acaba de dejarnos...”
Con una sabiduría sencilla y plástica, alguien afirmó no hace mucho tiempo: “Los globos no van al cielo por el color que tengan, sino por lo que llevan dentro...”.
En la vida encontramos globos de los más variados colores y formas: globos rojos y violetas, globos redondos o alargados, globos psicodélicos, que diseñan animales, plantas o hasta helados.
Anochece. Ha terminado el trabajo o el estudio. La televisión susurra o grita desde algún rincón de nuestra casa. Arriba, los vecinos discuten, como tantas veces. Entramos en nuestro cuarto, encendemos la luz, nos quitamos los zapatos y miramos al espejo.
Nos dejan sin palabra tus silencios. Fueron tres horas de agonía, de dolor, de fracaso. El mundo te sigue mirando y se pregunta si valió la pena, si tuvo un sentido esa muerte, si la redención viene del madero, si queda esperanza entre tus brazos.
Fe cristiana y alma humana
¿La Iglesia católica? Algunos dicen conocerla a partir de lo que han leído o escuchado aquí o allá. Piensan que es la continuadora de las cruzadas, la que persiguió a Galileo, la que guarda silencio ante los escándalos de muchos bautizados, la que olvida a los pobres y se alía con los ricos, la que no es capaz de comprender que los preservativos salvarían millones de vidas humanas...