Padre Fernando Pascual L.C.
Con los ojos frescos de un niño
Los niños saben descubrir cosas que los mayores quizá ya no vemos. La abeja que gira y gira para conseguir un poco más de miel entre las margaritas y los tréboles de un jardín. El chapulín que se limpia las patas de atrás antes de volver a iniciar su "concierto". El pichón que canta, monótonamente, en lo alto de un poste de luz. El remolino de polvo y basura que avanza hacia un poblado y que seguramente dejará sucia toda la ropa que se encontraba tendida después de un día de limpieza general...
Año de la Eucaristía
Hemos iniciado el Año de la Eucaristía. Cada día, cada hora del cristiano, arrancan de allí, del Cristo que se ofrece al Padre, del Cristo que viene al mundo, del Cristo que abre los brazos en la cruz y triunfa sobre la muerte y el pecado.
La Cruz. La esperanza había quedado sepultada. Los discípulos huyeron (todos menos Juan). La tumba engullía el cuerpo del Maestro, mientras unas mujeres lloraban, sin comprender el porqué de aquel misterio.
Los milagros, las parábolas, los discursos, el entusiasmo de la gente. Mil recuerdos pasaban por la mente de los primeros discípulos. ¿Había sido un sueño? ¿Vivieron una ilusión vana? ¿Un engaño, un fracaso, un sinsentido?
No sé a quién le vayan a llegar estas líneas, ni tampoco si van a servir para algo. Me siento como un náufrago en una isla, que arroja un mensaje en una botella sin saber lo que va a pasar después. Pero vamos allá.
Me llamo Fernando. Nací en Barcelona hace ya bastantes años, en una mañana del mes de noviembre. Jamás me imagine que Dios pensaba en que yo un día fuese legionario de Cristo, pero ahora me encuentro en Roma, ya sacerdote.
¿Cómo vemos, cómo miramos a quienes viven a nuestro lado? ¿Qué pensamos de personas que nos acompañan en el tren o en el autobús, en la oficina o en la fábrica, en el bar o en el cine?
Muchas veces nuestros ojos pasan rápido por cientos de rostros. Una mirada desenfocada, teñida tal vez de discreción, se posa ante tantas vidas que parecen anónimas, silenciosas, quizá simpáticas o molestas, a las que no prestamos casi ningún interés.
“Aparta de tu pecado tu vista”
En el Salmo 51 le pedimos a Dios: “aparta de mi pecado tu vista”. Se lo pedimos de corazón, pero no hemos de olvidar que también es posible que Dios nos susurre lleno de cariño: “aparta de tu pecado tu vista”.
Duele haber cometido un pecado. Duele de un modo muy intenso cuando además hemos heridos a otros: a un familiar, a un amigo, a una persona que confió en nosotros.
Un niño se siente seguro cuando, a su lado, están sus papás. Puede correr, gritar, pelearse, caer al suelo. Tal vez un golpe abre una pequeña herida y la sangre se pasea por la rodilla. El niño se asusta, llora, corre a ver a su madre. Pronto un beso y un pequeño masaje, acompañado por las palabras "mi rey, no es nada", hacen desaparecen las lágrimas, y el niño vuelve a sus aventuras y su sueños.
Como un mendigo
Hoy me presento ante ti como un mendigo, sin nada que ofrecerte y con mucho que pedirte. No sé si mis palabras puedan agradarte. No sé, siquiera, si saldré de aquí mejor o peor que como he entrado en tu Casa abierta.
Pero necesitaba estar aquí un rato, simplemente, sin prisas. Sé que existo porque me sueñas, porque me amas, porque me esperas. Sé que sólo Tú puedes curar mis pecados, mi egoísmo, mi desconfianza, mis rabias. Sé que sólo Tú puedes limpiarme de tanto barro para vestirme con un traje de fiesta.
Nos duele escuchar que un tribunal ha condenado a muerte a un ser humano. Nos impresiona el saber que una persona, aunque haya sido un criminal, va a ser ejecutada.