Cuántas veces en esos días virginalmente blancos con su cielo profundamente azul, o en esas noches serenas y transparentes, al llevar la vista corporal para contemplarlos, los ojos de mi alma los penetra más allá de donde no puedo ver; y me encuentro contemplando a Cristo en su serenidad inmutable, pensando en el establecimiento de su Reino para la salvación de los hombres y la glorificación de su Padre. Me conmueve hasta las entrañas su generosidad en la entrega, su sencillez en la grandiosidad, su ternura para con los pobres hombres errantes y perdidos; su celo abrasador por la gloria del padre; pero de una manera más íntima me conmueve el que haya pensado desde siempre en asociarme a mí con la Legión como instrumentos auxiliares, pobrecitos y humildes, para la realización de su misión: la implantación del Reino. ¡Oh, quién pudiera ser verdadero hombre del Reino, verdadero seguidor y cooperador de tan adorable y amabilísimo jefe ¡Y si yo no lo soy, y si vosotros no lo sois, y si la mayor parte de la humanidad no lo es, no se debe sino a nuestra insensatez y sordera, a nuestra cobardía (excusada en miseria de naturaleza caída) para escuchar y secundar su obra!