Nuestra
vida de cristianos se ha convertido en una marcha en la que corremos en
la noche del mundo llevando encendida una sonrisa, una fe, una
seguridad. Esa antorcha que empuñamos se debe convertir para los demás
no sólo en una hermosa claridad cerca de la cual vean, sino en un reto
y en una valiente invitación. No podemos quedarnos cómodamente cogidos
a ella, hace falta salir corriendo para llevarla a muchos que no han
visto la luz, hace falta llevarla y poner a Cristo en donde sólo hay
oscuridad, es necesario lanzarse para convertirnos en incendio de
Cristo en la sociedad. Pero la persuasión del poder de nuestra fe
depende del poder con que nosotros mismos creamos en ella, la amemos y
estemos dispuestos a no ocultarla, no ahogarla y matarla. Pero esto
sólo puede suceder cuando las ideas del Evangelio arraigan en nosotros
con la fuerza de la pasión y de la gracia; de otra forma seríamos
cristianos de nombre, un fuego que no calienta, una luz que no ilumina,
un agua que no refresca. Por ello y ante esta opción, como cristianos y
como hombres no podemos arrojar esa antorcha, dado que no nos
pertenece, sino a Dios y a los hombres. Sólo nos queda cogerla y correr
en el camino iluminado del Evangelio.