Así, en la suprema soledad, en el hondo dolor, en la aspiración sufrida de nuestra alma y de nuestros anhelos, en la oscuridad de nuestra razón, en la herida profunda de nuestra vida es cuando encontramos a Dios que ha bajado hacia nosotros, que nos ha lavado, curado y que nos lleva hacia el nuevo encuentro con la vida. Sólo el hombre que voluntariamente quiere huir de Dios zafándosele de sus brazos, que tampoco entonces lo violentan, es el que convierte su vida en túnel oscuro que llega a ser muerte; mientras que el hombre que realiza mejor su personalidad es el que mejor sabe dialogar con Dios y con los demás, y que en ningún caso se quiere establecer en maestro o juez, ni se considera superior a los demás, sino que está dispuesto a aprender de todos: de los niños, de los pobres, de los ricos, de los sabios, de los pecadores o de los santos.
Sólo ese hombre que encuentre y posea a Dios en la inmensidad de su grandeza y en la sencillez de su simplicidad, puede lograr su plenitud humana y la integración perfecta de su personalidad.
Así debe ser nuestra vida, una unidad que al injertarse en la vida de Dios encuentra su madurez, crecimiento y fecundidad de forma que llega a ser lo que es capaz de ser, dando esta vida que se nos da, y que sólo la merecemos dándola de nuevo.