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El perdón tras las rejas (I)

El perdón tras las rejas

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"No nos hable de eso porque ya no se usa", "no nos gusta", "mire que cambio de canal"...

Bien, aunque cambies de canal, creo que puede hacerte bien oír algo sobre este asunto y usarlo al menos una vez en la vida. Yo le llamo el "Sacramento del susto" y todavía más, el "Sacramento del sustísimo".

El hecho es que la gente cada día se confiesa menos, y sucede lo que en las ciudades cuando no se recoge la basura. ¿Hay razones?, ¡claro que hay razones para haber abandonado esto!

En primer lugar, ¿a quién le gusta reconocer que es un egoísta, orgulloso, sensual, tibio, mediocre? Porque una cosa es serlo y otra saber aceptarlo ante si mismo. Pero, ¿a quién le gusta reconocerlo ante otro, quién quiera que sea, no digamos ante el ministro del perdón?

En segundo lugar, la confesión nos pone en un predicamento: me tengo que arrepentir y no caer de nuevo. Pero, muchas veces ni estamos arrepentidos de lo que hicimos, ni estamos suficientemente decididos a no reincidir.

Tercero, el "después me confieso". También nos atañe. Ese "después" es una fuga de la pena que siento ahora por la humillación que representa decir mis faltas con sinceridad doliente.

Creemos que luego nos costará menos, pero siempre constatamos que nos cuesta más. La receta para estos titubeos y después es: ¡Ahora mismo!

¿Qué nos sucede cuando tú y yo dejamos la confesión para más adelante?

No nos sentimos a gusto ni en paz, hay una espina clavada que molesta, que duele, que fastidia; luego nos falta la gasolina y el aceite y comienzan a fallar los frenos y cualquier día en una curva en carretera abierta, un trastazo; se desvieló la máquina.

Es mejor arreglar la pieza que el motor entero. Si ayer no tenía ganas de hacerlo, hoy tengo menos y mañana tendré menos aún.

Se va acumulando el polvo primero, luego el barro y al final los escombros. Para el polvo se requiere un plumero, para el barro una pala y para el escombro, un bulldozer.

Perdemos cantidades nada despreciables de gracias, gracias que son tan necesarias para nuestra salud espiritual, como lo son el aire, el sol, el sueño y las vitaminas para el cuerpo.

No nos lamentemos luego si los virus del orgullo, del egoísmo, de la mediocridad hacen presa fácil de nosotros.

La confesión frecuente es un remedio nada común y preventivo de muchas caídas y fallas. Pecamos diariamente, debemos convertirnos diariamente.

El que dice que no comete pecado, ¡miente!, se nos dice en la Biblia. Y es que el hombre viejo no ha muerto ni morirá del todo en este mundo. Sus asaltos los sufrimos todos los días; está enquistado en nuestro tejido espiritual, está vivo, puede ganarnos muchas batallas parciales. Hacemos lo que no queremos muchas veces, caemos una y otra vez; de ahí que tenemos que arrepentirnos a todas horas, debemos convertirnos permanentemente, salir de los caminos torcidos, y volver a la recta vía, no sólo en la cuaresma, que es el tiempo oficial de conversión y penitencia, sino en todo tiempo.

Por eso estoy de acuerdo con aquel que dijo: "Si la confesión no existiera, habría que inventarla".

El que menos se confiesa durante la vida es el que más fácilmente morirá impenitente. El que nunca se decide a confesarse, cada día tendrá más pecados, más vergüenza y menos ganas de confesarse.

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