Esa es la verdad del cristianismo. Nos ofrece un ideal costoso, doloroso, arduo; pero ese ideal es Cristo, es Dios que se nos da, que nos llena de felicidad, que nos invita a participar en el banquete de la alegría eterna, que se hace agua que apaga nuestra sed de felicidad. Mientras los hombres beben la felicidad a gotas, y unas gotas que a veces saben a ajenjo, Dios nos llena por completo, nos invade con una plenitud que el hombre sólo puede decir: qué bien se está aquí. Yo podría contarle muchos casos de compañeras suyas: han encontrado a Dios, y todo lo demás les sabe a poco. Un poco de amor humano en la vida, un poco de libertad para ir y venir, disponer de mi dinero a mi antojo..., todo esto no tiene punto de comparación frente al amor de Dios que se ha hecho don, que se ha hecho elección, que se ha hecho llamado.