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Reflexión Tercer Domingo de Cuaresma A

Nos vamos a entretener hoy un momento con una mujer muy interesante del Evangelio: la Samari­tana. ¿Qué decimos de ella cuando la miramos superficialmente? Pues... que tiene la cabeza llena de pájaros. Y que es una pieza de cuidado. Las mujeres tenían razón para temerla, porque el próximo “robo” podía ser el marido de cualquiera de ellas... Esto, lo que decimos nosotros.

Pero hubo uno que supo valo­rarla. ¡Y vaya corazón que se ganó con ella!... Una mujer que, con­vertida en la primera evangeliza­dora del Señor, dirá a sus paisanos:

- ¡Venid a ver a Jesús! Venid, os ase­guro que es el Cristo.

Vamos a seguir la escena del Evangelio, narrada por Juan, testigo presencial.

 

Jesús está rendido del camino. Se sienta en el brocal del pozo, quiere beber y no puede sacar el agua. Hasta que se dirige a la que acaba de llegar con el cántaro en la cadera:

- Mujer, dame de beber.

- ¿Yo darte de beber a ti? ¿Una samaritana dar de beber a un judío?...

Y ni le quiso mirar. Pero Jesús es más listo... y más bueno. Empieza por pedir, para dar Él después en mucha más abundancia lo mismo que está pidiendo.

- Si tú supieras quién es el que te dice dame de beber, serías tú quien le pedirías agua a él, y él te daría agua bien pura de la fuente...

- Señor, pero si no tienes ni con qué sacar el agua, y el pozo es hondo, ¿cómo me vas a dar agua del manantial?

La mujer no entiende, y el forastero se hace cada vez más misterioso.

- Mira, quien bebe de esta agua vuelve a tener sed otra vez; pero quien beba del agua que yo le daré, ya no tendrá nunca más sed. Porque esa agua mía se convertirá dentro de él en un surtidor que salta hasta la vida eterna.

La mujer se entusiasma:

- ¡Señor, dame, dame de esa agua tuya, para que ya no tenga que volver aquí más, dos o tres ve­ces cada día, a buscar el agua para la casa!

 

Aquí la esperaba Jesús, para hacerle ver la sed más ardorosa que ella padece y que debía apagar:

- Bien, vete a tu casa, y tráeme a tu marido.

- ¿Marido?... ¡No tengo!

La respuesta le ha salido rápida como un disparo.  Y Jesús, tranquilo e irónico:

- ¡Ya dices bien que no tienes marido, ya! Cinco maridos has tenido antes, y el que ahora tienes tampoco es tuyo. En esto has dicho bien la verdad...

La pobrecita ha caído en la trampa. Ha tenido que descubrir un corazón insatisfecho, sediento de placer. Vive ilusionada con que alguien le colmará sus ansias crecientes de amor, y nunca llega...

Sabemos el desenlace de la escena. La mujer reconoce que tiene delante a un hombre muy superior a los demás:

- ¡Señor, veo que tú eres un profeta!

- ¿Un profeta? Algo más, buena mujer, algo más...

Diríamos en nuestro lenguaje familiar, que ella le está tirando de la lengua a Jesús, que al fin se lo dice todo:

- Sí; yo soy el Cristo que esperáis. Y vengo a enseñar cómo se adora  al Padre en espíritu y en verdad.

 

Este Evangelio está cargado de simbolismos. ¿Qué vemos en la mujer, no satisfecha con seis mari­dos? Es la humanidad sedienta, somos cada uno de nosotros, que buscamos anhelantes apagar la sed del alma, sed que sólo Dios puede calmar.

¿Quién nos dará el agua pura del manantial? Sólo Cristo, que nos la merecerá con su pasión y su muerte redentoras.

¿Cuál es el agua que nos dará? Es el Espíritu Santo, que dejará escapar a chorros por sus llagas gloriosas, una vez resucitado.

 

Jesús proclama que es la fe en Él la que realiza esto en nosotros: Quien tenga sed, que venga a  mí. Y todo el que crea en mí, que beba... Le aseguro que saldrán de su seno torrentes de agua viva. 

En Cristo tenemos el agua, fuente de la vida. En Cristo tenemos el amor, al que somos llamados. En Cristo tenemos la salvación, que Dios nos ofrece. Llenarse de Cristo es tenerlo todo. Así, damos la ra­zón al apóstol y mártir de China, San Juan Gabriel Perboyre, cuando decía al juez y ante sus verdugos: Sólo una cosa es necesaria: Cristo Jesús.

 

Pero ese Cristo Jesús que nos llena el alma, ¿es para nosotros solamente? No. Nos basta tender una simple mirada al alrededor, para ver muchas almas sedientas. Almas que suspiran por Jesucristo.

    Y vamos a ellas, y les decimos que vengan con nosotros, que vengan a ver a Jesús, para que sea Él quien les colme todas las aspiraciones de sus cora­zones inquietos. Quien ha conocido a Cristo, se convierte en un evangelizador de Cristo.

 

La Samaritana nos parecía al principio una mujer cualquiera, peligrosa y de cabeza vacía. Una vez valorada y amaes­trada por Jesús, ¡hay que ver cómo nos enseña a admirar, a querer y a anunciar al Señor!...

 

¡Sí, Señor Jesucristo!

Nosotros tenemos sed de amor, y sólo Tú la puedes calmar. Tenemos sed de ti, y Tú te nos puedes dar. Tenemos sed de almas, de almas que te amen, para llevarlas todas a ti...

 

 

15. Cuarto Domingo de Cuaresma A - Juan 9,1-41                                 

 

El Evangelio de hoy es esplendoroso y emocionante. Va Jesús transitando por las calles de Jerusa­lén, y se topa con un ciego de nacimiento. Los discípulos le preguntan:

- Señor, ¿por qué este hombre ha de estar así? ¿Qué pecados han cometido él o sus padres?

- Ni ha pecado él ni pecaron sus padres. Está así porque va a ser para mucha gloria de Dios.

Y, sin más, escupe Jesús en tierra, hace con la saliva y el polvo un poco de barro, y le cubre con él los ojos al ciego. Diríamos que le ha aumentado la ceguera. Pero, le da la orden:

- Vete ahora a la piscina de Siloé, y lávate bien en ella los ojos.  

 

El ciego obedece, se lava, y salta como loco por las calles:

- ¡Que veo! ¡Que veo!...

- Pero, ¿no eres tú el ciego que pedía limosna? ¿Qué ha pasado?

- ¡Sí, yo soy! ¡Pero ahora veo, ahora veo! Todo, porque ese hombre que se llama Jesús ha hecho fango, me ha restregado con él los ojos, me ha mandado lavarme en la piscina de Siloé, lo he hecho, ¡y ahora veo, ahora veo!...

 

Los jefes de los judíos, religiosos puritanos y enemigos acérrimos de Jesús, están furiosos, pero di­vididos entre sí. Dicen unos: ¡Hoy es sábado y no se puede trabajar! ¿Cómo ese tal Jesús se ha atre­vido a hacer barro con su propia saliva? ¡Ese hombre no viene de Dios! Pero otros, más sensatos, les replican: ¿Y cómo puede un pecador realizar semejantes prodigios?

 

Se desarrolla ahora un diálogo patético entre los jefes y el ciego recién curado.

- Dinos tú, ¿qué te ha hecho?

- Lo que he contado a todos: ha formado lodo con su saliva y un poco de tierra, me ha restregado los ojos, me ha mandado lavarme en Siloé, y ahora tengo vista.

- ¿Y qué dices tú de él?

- ¿De ese Jesús? Pues, que es un profeta.

 

Llaman los jefes a los padres, que temblaban de miedo, y les interrogan como en un tribunal:

- ¿Es éste vuestro hijo, del que dicen que nació ciego?

Los padres responden escabullendo la pregunta:

- Mirad, sabemos que éste es nuestro hijo y sabemos que nació ciego, pero no sabemos cómo es que ahora ve. Preguntádselo a él, que ya es mayor de edad...

Y de nuevo ante el recién curado, los jefes apuran todos los argumentos:

- Vamos a ver. ¡Da gloria a Dios! Nosotros sabemos que ese Jesús es un pecador.

El que ha recobrado la vista se vuelve ahora un valiente de veras:

- ¿Qué? ¿Que es un pecador? Entonces, ¿cómo es que ahora veo yo, si era ciego de nacimiento? 

- Por última vez, ¿qué es lo que te ha hecho?

- Ya os lo he dicho, ¿y para qué queréis que os lo repita? ¿Es que os queréis hacer vosotros tam­bién discípulos suyos?

- ¿Nosotros, discípulos de ése? ¡Eso lo serás tú, si quieres! Nosotros somos discípulos de Moisés, porque sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ése, no sabemos de dónde viene.

- Esto es lo raro. Que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, a mí me ha abierto los ojos. Desde el principio del mundo no se ha oído que nadie haya hecho ver a un ciego de naci­miento. Si ese Jesús no viniese de Dios, no habría podido hacer nada.

- ¿Qué dices, descarado? Estás lleno de pecados desde la cabeza hasta los pies, ¿y vienes tú a darnos lecciones a nosotros? ¡Fuera de aquí!...

El pobre hombre se marcha expulsado de la sinagoga. Jesús, a quien no ha visto aún hasta este momento, se le hace encontradizo, y le pregunta:

- ¿Crees tú en el Hijo del hombre?

- ¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él?

- Soy yo, el que te está hablando.

El pobre excomulgado por los judíos, se rinde a Jesús:

- Sí, Señor, ¡yo creo en ti!...

 

¿Qué nos quiere decir la Iglesia hoy con este Evangelio? Sólo esto: sin la fe, éramos unos ciegos, pero, al encontrarnos con Jesús en el Bautismo, dejamos de ser ciegos y vemos con claridad toda la re­velación de Dios. Es la humildad del creyente, contrapuesta a la ceguedad del orgulloso.

Solamente el que se deja iluminar por Cristo, y solamente él, es capaz de entender las verdades de Dios. Cuando hoy vemos que tantos fallan en su fe, nos preocupamos de veras, porque queremos su salvación. Queremos que todos vean. Que no haya ciegos. Queremos que todos nuestros hermanos vayan por el camino recto sin tropiezos que les rompan las piernas o les destrocen el cráneo...

 

Si queremos ahora adivinar la raíz de la incredulidad, pronto echamos de ver que todo se reduce a orgullo. No se quiere aceptar un magisterio superior y se rechaza positivamente la enseñanza de la Iglesia. Se prefiere dejarse conducir por otro ciego, aunque tanto el director como el dirigido caigan en la hoya... Y esta comparación es de Jesús: Si un ciego guía a otro ciego...

 

¡Señor Jesús!

Otra vez que te pedimos la humildad para creer. Otra vez que te decimos: ¡Señor, que vea! ¡Señor, aumenta mi fe! Te lo decimos, sabiendo que son muchos los ciegos voluntarios.

Y nosotros, por tu gracia, creemos. Creemos en Dios. Creemos en ti, el Cristo Dios y Salvador. Creemos todo lo que tú nos has dicho y has confiado a la fiel custodia de tu Iglesia.

¡Señor Jesús, consérvanos y acrecienta nuestra fe!...