Oh, Trinidad eterna
¡Oh Trinidad eterna! Tú eres un mar sin fondo en el que, cuanto más me
hundo, más te encuentro; y cuanto más te encuentro, más te busco
todavía. De ti jamás se puede decir: ¡basta! El alma que se sacia en
tus profundidades, te desea sin cesar, porque siempre está hambrienta
de ti, Trinidad eterna; siempre está deseosa de ver tu luz en tu luz.
Como el ciervo suspira por el agua viva de las fuentes, así mi alma
ansía salir de la prisión tenebrosa del cuerpo, para verte de verdad...
¿Podrás darme algo más que darte a ti mismo? Tú eres el fuego que
siempre arde, sin consumirse jamás. Tú eres el fuego que consume en sí
todo amor propio del alma; tú eres la luz por encima de toda luz...
Tú eres el vestido que cubre toda desnudez, el alimento que alegra con
su dulzura a todos los que tienen hambre. ¡Pues tú eres dulce, sin
nada de amargor!
¡Revísteme, Trinidad eterna, revísteme de ti misma para que pase esta
vida mortal en la verdadera obediencia y en la luz de la fe santísima,
con la que tú has embriagado a mi alma!