Inicia un nuevo año, acaba de concluir la gozosa celebración navideña: calor de hogar, cercanía con Jesús que se hace Niño, necesitado de nuestro amor, convivencia más intensa con parientes y amigos han caldeado el ambiente. La conmemoración del nuevo año mantiene el clima navideño y litúrgicamente lo hace con la solemnidad de María Madre de Dios. Es interesante considerar que Jesús pudo elegir cuándo, dónde y cómo nacer; si rechazó las riquezas y comodidades, en cambio quiso tener una familia, un hogar, una Madre; no quiso prescindir de lo esencial para la vida humana y despreció en cambio lo superfluo.
En el portal vemos como María se ocupa de su Hijo, de las cosas más materiales y humanas: lo alimenta, lo limpia, lo acuna…, podemos sentir cierta “envidia” de Jesús. Y sin embargo, Jesús nos la dejó como Madre nuestra. No sólo es Madre de Dios, sino que también es Madre de la Iglesia; es Madre de Jesús y Madre del Cuerpo Místico de Cristo, es decir, la Iglesia. Ese cariño, cuidado y esmero con que cuida a su Hijo es el mismo con el que ahora te atiende a ti y a mí. Pero, ¿quién es la Iglesia?... todos somos Iglesia: tú, yo, desde el Santo Padre hasta el último bautizado. Todos formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo, de la misteriosa familia de Dios, todos tenemos la responsabilidad de sacarla adelante.
Decir que María es madre de la Iglesia, o lo que es lo mismo, tuya y mía, tiene consecuencias muy prácticas. En primer lugar comprender que la Iglesia es familia: con una Madre, que es la Virgen, con un Padre, que es Dios, al cual representa el Papa para toda la Iglesia y los señores Obispos en cada una de las iglesias particulares. Muchas aproximaciones parciales, insuficientes y en ocasiones erróneas al misterio de la Iglesia desaparecerían si la comprendiéramos como lo que es: una familia de vínculos sobrenaturales. Solo de ahí brotan los lazos fraternales que nos unen e impulsan a vivir la caridad.
En segundo lugar que su labor no ha terminado. Las madres no solo engendran, también educan y tienen la misión de llevar a su prole a la vida eterna. Así María, nos engendra a la vida sobrenatural, la vida de la gracia, y nos conduce a la madurez hasta hacernos semejantes a su Hijo: hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo, a través de María.
¿Cuál es su clave?, ¿cómo realiza su función de mediación materna? Basta leer el evangelio: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra…” nos dice San Lucas. María es dócil a la acción del Espíritu Santo, representa la absoluta disponibilidad para realizar los planes de Dios, el modelo acabado de la fe que se materializa en obras, por eso la invocamos como Esposa de Dios Espíritu Santo. A lo largo de su vida terrenal la Virgen fue creciendo en docilidad y correspondencia a la gracia, a las mociones del Espíritu Santo en el fondo de su alma, y así fue amando cada día más a Dios. De la misma forma si somos dóciles a sus inspiraciones, Ella conseguirá que interiormente nos parezcamos cada día más a Jesús, que seamos mejores hijos de Dios, más dóciles a las mociones del Espíritu Santo.
María Madre de la Iglesia nos recuerda en consecuencia que ella es familia, y que en ella se vive –o por lo menos debería vivirse- un clima familiar, de acogida y cariño. Por eso la dimensión mariana de nuestra fe no es una concesión al sentimiento, sino que integrando esos aspectos tan importantes del ser humano como son el corazón y los afectos, salta a un horizonte más amplio, el horizonte sobrenatural, teológico, donde esa maternidad transforma profundamente nuestra alma, asemejándola a la de Cristo e integrándola más plenamente en su Cuerpo Místico.
Que la Iglesia sea una familia nos llena de consuelo: en ella cabemos todos. Es la Iglesia de los santos, pero también de los pecadores, como tú y como yo, que queremos ser santos. Nuestras miserias y pecados no son obstáculo, cuando las confesamos y luchamos por superarlas. Todos formamos parte de un cuerpo vivo, de una familia. La lógica familiar es distinta de la empresarial o la política, donde priman la utilidad y la eficacia. Solo en la lógica familiar se acoge a la persona concreta por lo que es, en su singularidad, ayudándole a que se desarrolle y crezca. ¿Quién puede estar más comprometido con el crecimiento de una criatura que su madre?
Aprovechemos la festividad de María Madre de Dios para profundizar en nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia y nuestra comprensión de la misma como familia. Saquemos consecuencias prácticas: pidámosle que nos ayude a descubrir el rostro de Cristo en cada uno de nuestros hermanos y a tratar en consecuencia a los hijos de Dios como hijos de tan egregio Padre y tan excelsa Madre. Apoyémonos en Ella para edificar el Reino de su Hijo a través de nuestras ocupaciones diarias: trabajo, vida social y familiar, revisando con frecuencia si son coherentes con las enseñanzas evangélicas y si las hacemos en unión con Cristo, sabiendo que de esa forma edificamos la Iglesia, la familia de Dios en el mundo.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía por la Università della Santa Croce