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Volver a la casa del Padre

 

Dios es Padre. Existimos, somos, por Él. Nuestra vida se comprende desde su amor. Nos ama como un padre, como una madre, y desea lo mejor de nuestras vidas. El lo es todo para nosotros. Cada suspiro, cada latido del corazón, prolongan su amor y su fidelidad. Existo porque Dios me ama.

Pero a veces preferimos nuestros planes, nuestro bienestar, nuestra autonomía. Nos enamoramos de un espejismo, de una nube, de un proyecto personal. Dejamos la casa del Padre, y partimos lejos.

Mientras, en casa, el Padre permanece, con un amor infinito, eterno. Es el Padre, simplemente. Conoce nuestra historia, nuestros éxitos y fracasos. Nos espera. Cada tarde se asoma para ver si el hijo, el que está lejos, regresa.

Cuando las dificultades aumentan, cuando la vida nos duele, empezamos a recapacitar. Miramos hacia atrás. Pensamos en la casa, pensamos en el Padre. Vemos que muchos de los que se han quedado en casa disfrutan de esa paz y de esa seguridad que tuvimos un día y que ahora nos falta. Si volvemos, ¿nos aceptará el Padre?

Quizá sea bueno no esperar al momento del dolor, del fracaso, de la derrota, para volver a pensar que tenemos una casa. Es bueno recordarlo también cuando las cosas van bien. Debemos no olvidar que el Padre sufre si estamos lejos. Es inmensamente feliz si volvemos.

Es bueno preguntarse: ¿dónde estoy? Si estoy en casa, he de dar gracias a Dios, al Padre, por su amor. Si estoy lejos... Es el momento de partir. En la confesión Dios me acoge con los brazos abiertos. Es, siempre, simplemente, Padre...