Para muchos es un momento realmente difícil. El hijo, la hija, sabe que ha sido llamado por Dios. Ha sentido algo en su corazón, ha reflexionado, ha hablado con un sacerdote para pedir luz y consejo. Por fin, llega a esta sencilla conclusión: “Dios me quiere para sí, Dios me llama a servirle con una donación de toda vida en la Iglesia”.
Llegar a esta conclusión no basta: llega la hora de la generosidad. Cada uno es libre de acoger o de rechazar la llamada. La lucha interior puede ser más o menos dura, pero cuando se rompe el miedo y uno se deja guiar por el amor, la decisión llega casi como un fruto maduro. “Sí: te seguiré, Señor”.
¿Y la familia? Hay que hablar con los padres, con los abuelos, con los hermanos. Existen, gracias a Dios, familias que apoyan en seguida (aunque es normal que cueste, que duela la idea de separarse de un ser querido) la vocación de los hijos. Pero otras familias sufren inmensamente. Casi ven como tragedia el que Dios ofrezca el tesoro de la vocación sacerdotal o religiosa a uno de los hijos.
Entonces, ¿cómo hablar con ellos? ¿Cómo “convencerles” de que la llamada no es una desgracia, sino un tesoro para todos? Cada hijo, cada hija, necesita pedir ayuda a Dios, rezar para encontrar las palabras justas, para ver la mejor manera de dar la noticia a sus padres.
Podríamos recordar aquí la estrategia que siguió Paula di Rosa (ahora la conocemos como santa María Crucificada di Rosa). Había nacido en Brescia, Italia, en 1813. Dios le inspiró trabajar con los enfermos de peste, y fundar, para ello, una congregación religiosa. La verdad, no resultaba nada fácil explicar esto a su padre, que la quería muchísimo.
¿Qué hizo? Le escribió una carta en la que le decía que quería casarse con un novio fabuloso. Quizá a algunos, añade, sorprenderá este noviazgo. Además, es un novio que no ha sido buscado por Paula, pues ha sido el mismo novio el que la ha perseguido insistentemente. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? Al final de la carta se desvela el nombre de este personaje excepcional:
“Él es Jesús de Nazaret, ante el cual deseo que me tengáis en decoro como habéis hecho ya y como haríais de todas formas al confiarle a vuestra queridísima Paulita”.
Jesús, el novio perfecto, se convierte entonces en el mejor “yerno” de una familia. En otras palabras, si Dios llama al hijo a la vida consagrada, también llama a los padres a participar en la misión magnífica de acompañar y sostener esa vocación, de ser más íntimos del “novio”. Su amor de esposos y padres madurará de un modo nuevo al ver que ese hijo, que esa hija, van a empezar a ser servidores en la Iglesia, van a vivir totalmente dedicados a la misión, que arranca de Cristo, de llevar el Amor de Dios a los hombres.
En cierto sentido, se puede decir que Dios quiere que los padres participen en la vocación de su hijo. O, mejor, que les pide un nuevo paso en su vida bautismal: el de acompañar en su “sí” al hijo que ha sido escogido para una mayor entrega a Cristo en la Iglesia.
A los padres se les puede decir lo que dijo el Papa Benedicto XVI a los jóvenes el día 24 de abril de 2005 (cuando iniciaba su pontificado): “Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.
No tener miedo: apoyar la vocación de un hijo, de una hija, es una gracia, es un gesto de generosidad, es un acto de fe profunda. Es, sobre todo, ganar. Ganar porque el hijo sigue un camino maravilloso, y porque los padres lo tendrán más cerca de su corazón con las oraciones y con una vida entregada al servicio de la Iglesia y de la humanidad. ¿Hay algo más hermoso que puedan desear unos padres para ese hijo tan amado?