El odio puede nacer de varias maneras. Un adulto empieza a odiar porque ha sufrido una injusticia, o, en casos más graves, porque ha visto cómo asesinan a un familiar o a un amigo. Tal vez uno odia porque ha dejado crecer en su corazón una envidia, un desprecio indefinido, confuso, hacia una persona o hacia un grupo de personas. Otras veces el odio es el resultado de un cierto ambiente familiar o social: algunos odian porque se les ha enseñado desde pequeños que otros (blancos o negros, chinos o rusos, cristianos, judíos o musulmanes) son, simplemente, “malos”.
Queremos fijarnos en el último tipo de odio, porque es posible, por medio de la educación en casa, reducirlo al máximo. En efecto, la familia existe no sólo para promover la ayuda y el cariño entre los que forman parte de ella, sino para desarrollar, entre los hijos, una serie de virtudes que son fundamentales para la convivencia con los demás hombres y mujeres que viven en nuestro planeta.
El comportamiento de mañana depende de lo que hoy cada hijo respira en medio de las caricias o de las discusiones de sus padres. El niño aprende a pensar en casa que los vecinos son amigos o son enemigos, que los niños y las niñas merecen el mismo respeto o si es mejor ser chico que chica (o al revés), que hay que respetar o despreciar a los que son de religión distinta de la propia. Seguir las reglas de tráfico, respetar los juguetes que se encuentran en una tienda, ayudar a un anciano a cruzar la calle: todo eso será posible si en casa Chava o Lupita ven que sus padres les dan ejemplo y les enseñan las normas fundamentales de educación y de respeto.
Lo mismo vale para la escuela. Para muchos niños la escuela es una oportunidad especial para convivir con otros niños distintos. En la calle escogemos los amigos con los que vamos a jugar, mientras que en la escuela nos sentamos con otros compañeros que quizá pueden resultar antipáticos, pero con los que hay que estar durante varias horas al día. Aquí nace uno de los principales retos para los maestros: ayudar a todos los niños a tener un verdadero cariño para con los que viven junto a ellos, aunque tengan los ojos torcidos o tartamudeen cada vez que se les hace una pregunta en clase de matemáticas.
Pero ni la familia ni la escuela son suficientes. Toda la sociedad tiene que organizarse de forma que los niños y los adolescentes (e incluso los adultos) vean que el respeto y el amor son lo más importante. Es cierto que el amor no puede ser mandado por la ley, pero también es verdad que sí puede exigir el respeto hacia tantos hombres y mujeres que, por desgracia, son víctimas de discriminaciones, injusticias o malos tratos.
Pensemos, por un momento, en los discapacitados. Aquí y allá se conocen casos de familias que cambian profundamente porque en ellas ha nacido un niño minusválido: gracias a él se crea una unión muy especial entre padres e hijos y entre los mismos hermanos, pues todos descubren en el más débil a alguien que pide amor y que enseña lo importante que es el cariño sin límites. Ocurre algo parecido en aquellas escuelas que admiten, por ejemplo, a niños subnormales: alrededor de ellos se crea un ambiente de cariño y de respeto que transforma la vida de todos los chicos del salón.
Por desgracia, no todos actúan de este modo, y no faltan los ejemplos negativos, incluso con aprobación de leyes escritas o de costumbres más o menos aceptadas en la vida social. Pensemos, por ejemplo, en sociedades que permiten el aborto de los subnormales o de los discapacitados, o que llevan a la cárcel a los que tienen una religión diferente de la que tienen los gobernantes, o que aceptan el trabajo, en condiciones de esclavitud, de miles de niños de familias pobres.
¿Qué puede hacer una familia para que los hijos aprendan a vivir en el amor y el respeto hacia los demás?
Apuntamos aquí algunas ideas entre las muchas que todos podemos aplicar.
-Evitar cualquier discusión de los padres ante los hijos, para que nunca se escapen palabras o gestos que sean señal de poco amor. Los niños son muy receptivos, incluso cuando aún no saben hablar, a lo que ven en casa, de modo especial cuando son los papás quienes dan un ejemplo positivo o negativo.
-Tratar a todos los hijos de la forma más justa posible. Esto no significa tratarlos a todos por igual (cada uno es diferente), pero sí que cada uno piense que es querido igual que sus hermanos.
-Enseñar el arte del perdón: es normal que se den peleas entre los hermanos. Los papás tienen que dar ejemplo y enseñar a los hermanos a perdonarse entre sí.
-Evitar cualquier comentario negativo contra grupos concretos de personas. Por ejemplo, no criticar a “los árabes”, ni a “los gallegos”, ni a “los indios”, ni a “los yankies”.
-Dar criterios, ante las noticias de crímenes, terrorismo, guerras raciales, etc., para que los niños puedan distinguir, por ejemplo, entre el soldado que, enloquecido, asesina a unas personas en un bar, y los demás soldados de su batallón que pueden ser buenos o malos. En otras palabras: si un musulmán comete un acto de terrorismo no podemos despreciar en casa a todos los musulmanes. Si un médico comete abortos, no podemos criticar a todos los médicos.
-Observar qué tipos de ejemplos se ofrecen a nuestros hijos en películas, caricaturas, juegos, etc. Muchas veces el odio inicia a partir de la sangre ficticia que aparece en un juego electrónico, o por culpa de una película en la que todos los soldados de un país son pintados como crueles criminales sin sentimientos humanos.
-Además, si la familia es cristiana, cuenta con muchos elementos en el Evangelio para enseñar a amar a los enemigos, perdonar las ofensas y a hacer el bien a los que nos hacen el mal. Es difícil, pero es el camino que siguió Jesucristo. Si vamos tras sus huellas, será posible evitar muchos de los males (especialmente guerras) que llenan de dolor a millones de seres humanos.
Estamos horrorizados por los atentados que han destruidos las Torres Gemelas y parte del Pentágono. Nos duele el ver a israelitas y palestinos luchando año tras año con un odio feroz. Lloramos por los cientos de miles de adultos y de niños asesinados en conflictos raciales, como los de Ruanda y Burundi, en Africa. Nos lamentamos por lo que ocurre más o menos lejos, fuera de nuestras ventanas. Pero nos resulta mucho más importante ver lo que estamos haciendo por nuestros hijos, lo que se enseña en nuestras escuelas, lo que se aprueba en algunas leyes o comportamientos públicos, como ocurre cuando se permite el aborto selectivo o la agresión a los otros porque tienen una piel o una religión diferente de la nuestra.
Mientras esperamos que los políticos hagan su parte para promover una civilización del amor y del respeto, cada familia tiene un papel muy importante que puede ejercitar ahora mismo. Desde luego, es posible que incluso los mejores padres descubran un día que uno de sus hijos se ha convertido en un criminal. Pero esos casos serán excepcionales. Lo normal, y lo vemos cada día, es que buenos hijos y buenos ciudadanos son la continuación de una siembra de cariño que empezó en sus hogares y en sus escuelas. El ejemplo arrastra. Y podemos conseguir que arrastre a millones de niños hacia el bien y la justicia que deseamos para este milenio que inicia.