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Unidos por amor y para amar

 

 

La Iglesia existe y nace porque es llamada, porque es amada. El primer paso vino desde Dios: nos ha creado, nos ha rescatado, nos ha ennoblecido infinitamente al hacernos hijos en el Hijo.

La experiencia más profunda de nuestra fe cristiana radica en descubrir y acoger ese amor divino. Un amor que no merecíamos, que nos fue dado gratuitamente, más allá de todas nuestras expectativas, de nuestras súplicas, de nuestras necesidades, de nuestras heridas y pecados.

Pero vemos el mundo que nos rodea, y algo nos sobrecoge: sombras de mal, señales de muerte, pecados de soberbia y de sensualidad, invaden millones de corazones. Movimientos culturales, grupos de poder, partidos políticos, individuos e instituciones, gobiernos nacionales y organismos internacionales, buscan mil maneras de excluir a Dios del mundo, prometen construir un mundo babélico: sin transcendencia, sin humildad, sin Jesucristo, sin amor verdadero.

Asistimos con dolor a las campañas en favor del aborto, de la anticoncepción, de la esterilización de hombres y de mujeres. Millones de madres eliminan, cada año, a sus hijos antes de nacer. Para muchos parece algo normal el que los jóvenes usen del sexo como si fuese una diversión más, sin compromisos ni respeto. Nos entristece el ver tantos matrimonios rotos, con o sin hijos, con las enormes heridas que cada ruptura deja en los corazones. Nos llena de amargura el ver guerras y odios profundos en pueblos de diversas partes del planeta. Nos hiere profundamente el corazón el ver a niños, adultos y ancianos luchar cada día por conseguir un poco de pan y de agua potable, ante la indiferencia de países ricos en los que la superabundancia llega a convertirse en un “problema”...

El panorama parece desolador. La cultura de la muerte ha conquistado tantos corazones y tantas estructuras sociales. Los defensores de ideologías anticristianas ocupan los puestos claves del poder, marginan y ridiculizan cada vez más a quienes muestran sus convicciones cristianas y sus valores profundamente humanos y solidarios.

Ante esta situación, deberíamos ponernos a caminar, desde la fe, la esperanza y el amor, para poner un dique al mal, para “vencer al mal con el bien”, parafraseando a san Pablo (Rm 12,21).

Una invitación profunda a renovar el amor como centro de nuestra condición cristiana nos llega desde la primera encíclica del Papa, “Deus caritas est” (Dios es amor). Benedicto XVI nos dice en ella, desde el inicio, que desea hablarnos del amor, para “suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino” (n. 1).

Desde las palabras del Papa, que quieren simplemente presentar para el siglo XXI el mensaje de Cristo, podemos iniciar el camino de la “revolución” más hermosa que espera el mundo: la del amor. ¿No recordaba el Papa Benedicto a los jóvenes reunidos en Colonia (20 de agosto de 2005) que los verdaderos reformadores son los santos? ¿No explicaba que “la verdadera revolución consiste únicamente en orientarse sin reservas a Dios que es la medida de lo que es justo y que es al mismo tiempo amor eterno”?

El amor dará, como un primer fruto, la unidad entre todos los hermanos en la fe. No podemos decirnos cristianos si no amamos a todos los que forman parte de la misma Iglesia, con el mismo bautismo, bajo el mismo amor de Dios.

En ese sentido, podemos hacer tanto... Es triste ver cómo hay católicos que se sienten profundamente solos, porque no son bien comprendidos en la parroquia, o porque pertenecen a un movimiento eclesial que recibe continuas muestras de desprecio por parte de otros católicos, o porque simplemente no “encajan” en ninguna actividad parroquial y se sienten así personas inútiles o, peor aún, “inferiores”.

Ningún católico debería sentirse despreciado por otros católicos. La unidad es el distintivo cristiano. Si no hay unidad, si no hay amor, ¿podemos hablar de fe verdadera? ¿No será que hemos insistido demasiado en cosas humanas o en tradiciones más o menos buenas, pero hemos dejado de lado el centro de nuestra fe? “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35).

La señal de que una parroquia, un carisma, una asociación laical, una congregación religiosa, son genuinamente cristianos será siempre la caridad. En cambio, si el pertenecer a un grupo nos lleva a separarnos de los hermanos, ¿cómo podemos decir que allí se vive el amor de Dios, que lleva necesariamente al amor al prójimo?

La misma autenticidad de nuestra condición de católicos nos debería llevar al esfuerzo ecuménico. No podemos ver con indiferencia el que sigamos separados los que hemos recibido el abrazo de Dios a través del sacramento del bautismo. Trabajar por nuestra plena unidad es un compromiso que nace del amor y nos lleva al amor: ¿no somos hijos del mismo Padre? ¿No proclamamos a Cristo como Salvador? ¿Por qué, entonces, seguimos divididos?

El día en el que se publicó la encíclica “Deus caritas Dei”, Benedicto XVI dirigió una homilía en la que quiso subrayar la importancia del amor como motor del esfuerzo ecuménico. En ella pedía que viésemos “todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir nosotros, que ‘hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él’? (1Jn 4,16)” (homilía del 25 de enero de 2006).

Unidos por el amor, unidos para amar. También a los enemigos, también a quienes nos persiguen y calumnian, también a quienes quieren destruir cualquier vestigio cristiano en la vida de las sociedades y en los corazones de las personas, también en quienes no tienen el don de la fe y caminan entre tinieblas.

Frente al imperio del odio y del mal, frente a la “anticultura de la muerte” (cf. “Deus caritas est” n. 30), hemos de dar el testimonio del amor, hemos de enseñar el camino de la caridad como la verdadera y más profunda transformación del mundo.

“Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Un amor que cambia y que salva, un amor que llena las aspiraciones más profundas de los corazones. Un amor que nos llevará a vencer la cizaña del mundo con la buena semilla de Dios.