Cuando éramos niños, algunos compañeros del salón de clases solíamos ir –con cierta frecuencia- de campamento y excursión a un lugar muy bello denominado “La Laguna Encantada”, cerca de Ciudad Obregón, Sonora, de donde todos éramos originarios.
Recuerdo que un buen profesor, titular del salón, cuando nos reuníamos alrededor de la fogata nocturna y contemplábamos aquellos maravillosos cielos cuajados de estrellas, nos solía decir:
-¡Allá, entre las estrellas, se encuentra Dios! Allá también está el Cielo y el Señor está acompañado siempre de sus ángeles y santos y algún día iremos también a acompañarle felices, para siempre.
La idea resultaba hermosa, algo esperanzadora, pero reconozco que nunca me satisfizo lo suficiente porque pensaba en mi mente infantil: “-Si Dios nos quiere tanto, ¿cómo es posible que habite tan lejos de nosotros, tan ajeno a lo que nos sucede día con día? Me resultaba una visión de un Dios un tanto frío, impersonal y distante al cotidiano acontecer de los hombres.
En el bachillerato, hacia 1968, mi hermana Yoli me prestó un libro titulado: Camino, cuyo autor era Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. En sus páginas, me encontré con un pensamiento que me cambió radicalmente esta concepción de Dios. En su punto número 267, escribe el autor:
“Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo.
–Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
“Y está como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando. (…)
“Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos”.
Cuando en 1971, entré en contacto con el Opus Dei, a través de una residencia universitaria ubicada en la colonia Condesa de la Ciudad de México, me enteré que la Filiación Divina era una predicación constante de Mons. Escrivá de Balaguer, Fundador de esta institución de la Iglesia, con una espiritualidad eminentemente laical y estaba extendida por los cinco continentes. Al poco tiempo pedí mi admisión en esta Obra de Dios.
¿Cuál era el mensaje de este santo Fundador? Que a Dios se le puede encontrar cotidianamente a través del estudio o el trabajo profesional bien hecho, que todos estamos llamados a la santidad en la vida ordinaria y a hacer apostolado con nuestros colegas, familiares y amigos.
Así que pronto invité a algunos amigos, compañeros de universidad, a que participaran de los medios de formación espiritual de esta residencia. Se me quedó muy grabado en la memoria, un comentario que me hizo un estudiante de Ingeniería de la UNAM, cuando me dijo:
-Oye, en esta residencia, observo que, siempre que vengo, todos están muy alegres y de buen humor. ¿Qué todos los miembros del Opus Dei hacen el compromiso de vivir la alegría?
Recuerdo que algo le contesté, pero esa pregunta me hizo pensar mucho. Luego la medité despacio y caí en la cuenta de que aquella era una idea que nos predicaba con su ejemplo y nos enseñaba con insistencia Monseñor Escrivá de Balaguer: que el fundamento de nuestra vida espiritual, de nuestro ser de cristianos es la Filiación Divina. Y que, por lo tanto, una consecuencia práctica, que salía de modo espontaneo, era la alegría. Se trata de una maravillosa y estupenda realidad: ¡somos hijos de Dios! Pase lo que pase, estemos con problemas, adversidades, con alguna enfermedad o en plenitud de vigor y de salud: somos hijos predilectos de nuestro Padre Dios, estamos de continuo en sus manos amorosas y, en consecuencia, nada ni nadie, nos puede quitar la paz ni el gozo interior.
Todo esto tiene una explicación histórica a partir de un hecho sobrenatural en la vida de este santo de nuestro tiempo. Había fundado el Opus Dei el 2 de octubre de 1928 en Madrid, España. Pero pronto se encontró con grandes dificultades de incomprensión para el desarrollo de esta Obra de Dios. Incluso había personalidades que le decían que esa espiritualidad era demasiado revolucionaria y adelantada a su época, que era difícil de comprender y, por lo tanto, canónicamente no se podría aprobar dentro de la Iglesia Católica.
En octubre de 1931, cuenta San Josemaría que apesadumbrado con este alud de malas noticias se subió a un tranvía en una céntrica avenida de Madrid. Le parecía que se había topando contra un muro infranqueable de problemas y no se vislumbraba solución alguna.
De pronto, desde su asiento, en medio de la calle y de aquel traqueteo del tranvía, como respuesta a esas amargas dificultades, afirma que escuchó en su interior la voz de Dios, que con una fuerza irresistible e innegable, le clamaba estas palabras del Salmo Segundo: “¡Tú eres mi hijo!”.
Y narra que sintió una alegría y un gozo indescriptibles, inefables. Bajó del tranvía, casi tambaleándose bajo el impulso de esta clara y confiada protección divina, sin poder repetir más que una y otra vez, también con las palabras de la Sagrada Escritura: “Abba!, Pater!”. Esto es: “¡Padre, Padre mío!”.
Este suceso extraordinario, marcó para siempre la vida de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Después, sufrió persecución durante la Guerra Civil española en la que abundaron los odios anticlericales, incluso estuvo cerca de morir; sufrió después muchas incomprensiones, calumnias; se encontró con obstáculos importantes; padeció también enfermedades graves, pero jamás perdió ese sentido de su Filiación Divina.
En la Semana Santa de 1974, en un congreso con universitarios en Roma, conocí a San Josemaría. A pesar de que sabía que sufría mucho por la grave desorientación doctrinal que en algunos ambientes padecía la Iglesia después del Concilio, pude comprobar en este hombre ejemplar una gran confianza en Dios; una alegría desbordante, que le salía por los poros, llena de buen humor y jovialidad, no obstante que ya pasaba de los 72 años. Y nos hablaba, con mucha esperanza, de que vendría una nueva primavera dentro de la Iglesia, como ocurrió efectivamente a partir del pontificado del Papa Juan Pablo II y luego con el Papa Benedicto XVI.
En marzo de 1976 conocí en Madrid al arquitecto Don Luis Borobio, de edad madura y con una personalidad grata e inolvidable. Fue uno de los iniciadores del Opus Dei en Colombia. Con interés le pregunté cómo se habían preparado para semejante aventura apostólica y su respuesta me desarmó por su sencillez y naturalidad:
“-San Josemaría tenía una fe enorme en que el Opus Dei iba a salir adelante en todas las naciones del mundo porque estaba plenamente persuadido de que era verdaderamente una Obra de Dios. Fíjate, un día nos citó a un buen grupo de estudiantes universitarios en el vestíbulo de su casa, ubicada en la calle Diego de León en Madrid. Nos fue llamando de uno en uno a su habitación de trabajo y, con gran delicadeza y libertad, nos planteó que si queríamos continuar con nuestros estudios, pero trasladándonos a otro país y, a la vez, iniciar la labor de la Obra en Francia, Perú, Venezuela, Chile, Guatemala, Argentina, Uruguay, etc.
“-Para que te hagas una idea de lo jóvenes que éramos, al que se iba a ir a iniciar la Obra en Francia, antes de que pasara a entrevistarse con San Josemaría, le sugerí que se metiera la camisa, se peinara bien y se arreglara la corbata, ¡así de inexpertos y despistados éramos!
“Carecíamos completamente de medios económicos y no conocíamos a muchas personas fuera de España. Y, sin embargo, San Josemaría –con gran fe- nos dio un crucifijo, una imagen de la Virgen María y nos dio su bendición, antes de partir y viajar por tren para ir a países europeos o por barco para cruzar el Atlántico y llegar al continente americano. En la gran mayoría de los casos, tuvimos que pedir donativos para costearnos esos viajes. Lo sorprendente es que al poco tiempo arraigó la semilla del Opus Dei en cada uno de esos países: vinieron muchas vocaciones, bastantes amigos que fuimos conociendo comenzaron a asistir a los medios de formación. Con el paso de los años, se comenzaron residencias universitarias, casas de retiros espirituales, colegios, institutos de alta dirección de empresa, universidades, centros de capacitación para obreros y campesinos… ¡A la vuelta de las décadas y haciendo un balance, pienso que todo esto humanamente no tiene explicación!” –concluía el arquitecto Don Luis Borobio.
La respuesta –sin duda- se encuentra en que San Josemaría confió plenamente en la Omnipotencia de Dios, se puso totalmente en sus manos, y comenzó a trabajar infatigablemente, apoyándose en la ayuda de sus hijas e hijos espirituales, para sacar el Opus Dei entre mujeres y hombres, jóvenes y mayores, profesionistas y amas de casa, catedráticas y empleadas del hogar, intelectuales y trabajadores manuales; con gentes de todas las condiciones sociales y nacionalidades. Actualmente esta institución de la Iglesia cuenta con más de 84,000 miembros y son millones de católicos los que se ven beneficiados con su formación espiritual.
En 1928, había un solo hombre que recibió la llamada de Dios para anunciar a todos los hombres y mujeres del mundo que podrían encontrar el camino de su santidad en medio de su trabajo ordinario. Cuando murió, el 26 de junio de 1975, esta espiritualidad secular y laical se había esparcido por un buen número de países del orbe, con más de 60,000 miembros.
En conclusión, fue un hombre santo que tuvo una confianza ilimitada en Dios porque siempre se sintió su hijo muy querido y el Señor –como es lógico- no se dejó ganar en generosidad ante esa respuesta suya tan plena y decidida.
El 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, Su Santidad Juan Pablo II lo canonizó y le llamó “el santo de la vida ordinaria”. Poco antes de morir, profundamente imbuido de esa Filiación Divina externaba San Josemaría que se sentía “como un niño que balbucea” en los brazos afectuosos de su Padre Dios.
Termino con dos consideraciones que eran un tema continuo de su oración y predicación: “Si nos sentimos hijos predilectos de nuestro Padre de los Cielos, ¡que eso somos!, ¿cómo no vamos a estar alegres siempre?” (Forja, No. 266) y un pensamiento que es una amable recomendación y, a la vez, una permanente herencia espiritual de San Josemaría para todos los cristianos: “Estad alegres, siempre alegres. –Que estén tristes los que no se consideren hijos de Dios” (Surco, No. 54). Y es que por amor a Dios hemos de luchar por rechazar los estados de ánimos tristes, pesimistas y confiar siempre en el Señor, precisamente ¡porque somos hijos de Dios!