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Una misa dominical

 

 

El sacerdote grita, según sus posibilidades, las primeras palabras de la misa. A su alrededor se mueve un grupo vivo y desnivelado de acólitos, algunos más inquietos, otros tranquilos, con pantalones de mil colores debajo de un roquete que llega hasta las rodillas.

Delante, en las primeras filas, está una muchedumbre de niños. Miran hacia delante, o litigan con el de al lado. Detrás, algunas señoras intentan poner orden entre los más pequeños.

Más atrás, las bancas se llenan con ancianos y adultos, ricos y pobres. Hay quien lleva vestidos limpios, otros ropa pobre, tal vez sucia. No falta alguna señora que lleva en brazos un niño pequeño que alegrará la misa con sus llantos y sus gritos. O algunos niños que no quisieron ir delante para quedarse con sus padres. O unos novios que pasan casi toda la misa hablándose al oído.

Más atrás, un grupo de jóvenes, y otras veces de adultos (casi siempre varones) se aprieta junto a la entrada. Miran aquí y allá, mientras la puerta se abre, se cierra, vuelve a abrirse, vuelve a cerrarse, cuando a alguien se le ocurre entrar para ver al párroco, para saludar a un amigo que está en la iglesia, o para ver si ya acabó la homilía.

Incluso alguna vez entra un perro que se pasea, con un ritmo entre confundido y simpático, sobre el mármol que cubre el suelo de una de las naves laterales...

Así son las misas de algunos rincones de nuestra tierra. Habrá quien se asome a este panorama con algo de desprecio. Otros verán este cuadro rico, dinámico, confuso, con curiosidad, sin entender exactamente de qué se trata: no entienden lo que es la misa, ni saben que allí se mezcla lo humano y lo divino con una naturalidad tal que permite lo más elevado del pensamiento teológico (en homilías que pocos entienden) y lo más humano de un niño pequeño que da vueltas con su hermanita mientras busca dónde están sus papás...

Así son tantas misas. Se parecen mucho a la muchedumbre de hombres y mujeres que seguían a Cristo. Instruidos e incultos, ricos y pobres, pecadores y fariseos de primera división. Todos estuvieron con Jesús, como ahora todos pueden entrar en la iglesia, cada domingo, para ir a misa.

Jesús, hoy como ayer, acoge a todos, invita a todos a estar cerca de sí. A cada uno le dice (si abre los oídos del corazón) la palabra justa, el consejo adecuado. Tal vez una reprimenda para dejar un pecado de avaricia, de lujuria o de soberbia. Tal vez un “no te preocupes, deja ese escrúpulo, olvida lo ya perdonado” a quien vive bajo la angustia y la pena de su pasado.

Mira a todos con cariño. Jesús no vino a condenar, sino a salvar. También al señor que observa a cada rato el reloj durante la homilía. También a la señora que se abanica mientras envidia a su vecina de banca. También a ese muchacho o a esa muchacha que, de rodillas, han prometido dejarlo todo para darse a Dios, para seguir al Maestro donde Él quiera, como misioneros, como contemplativos, como voluntarios entre los pobres y los enfermos.

Todos caben en la iglesia. Es la casa de Dios y la casa de los hombres. Es tu casa y la mía. Allí nos espera, cada domingo, y siempre que lo queramos, ese Jesús que dijo: “Venid a venid todos... Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.