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Una falsa dicotomía

 

 

Muchos católicos piensan su fe cristiana en clave dicotómica. Por un lado, encuentran en ella una espiritualidad bellísima, un mensaje maravilloso, una esperanza y un proyecto para vivir sólo en el amor. Por otro, ven una serie de mandamientos y de “normas” que sienten como una camisa de fuerza o como tijeras que cortan las alas de sus sueños y que impiden vivir según el progreso de la sociedad.

En realidad, los mandamientos que Dios nos ha dado y las normas que la Iglesia nos ofrece no son obstáculos, sino parte misma de la respuesta de amor que nace de la fe en el Evangelio.

Porque ser cristiano no es sólo creer que Dios nos ama, que Cristo nos ofrece la salvación con su entrega en la cruz. Ni es sólo rezar en los momentos de dificultad para pedir ayuda, o en los momentos de alegría para reconocer que los dones vienen de Dios. Ni es sólo entrar en una iglesia para las “grandes ocasiones”: un bautizo, un matrimonio, un funeral...

Ser cristiano es un modo de pensar y de vivir que comprende al hombre en su totalidad. Desde que suena el despertador o alguien nos grita que nos levantemos, hasta el momento de acostarnos, cuando apenas tenemos fuerzas para colocar la camisa en el armario.

Es, por lo tanto, falsa la dicotomía que lleva a muchos a aceptar algunos aspectos espirituales de su fe cristiana y a dejar de lado las exigencias concretas de esa misma fe. Porque la fe en Dios llega a todos los ámbitos de la vida: lo que uno piensa ante el espejo, lo que uno dice en el teléfono, lo que uno hace con el poco o mucho dinero de su cuenta bancaria, lo que uno comenta ante un amigo, lo que uno hace o no hace en el trabajo, lo que uno ve y piensa ante la televisión, lo que uno come o deja de comer.

Sería triste caminar en la vida con la falsa idea de que podemos declararnos católicos sólo porque así lo creemos y lo decimos ante una encuesta pública. Porque un católico lo es de verdad cuando, desde su fe, esperanza y caridad, lucha día a día para poner en práctica el Evangelio y para acoger las enseñanzas que nos vienen del Papa y de los obispos, es decir, de los sucesores de los Apóstoles y defensores del gran tesoro de nuestra fe.

Por eso mismo también es incoherencia y falsificación de la fe cristiana el cumplir escrupulosamente normas y reglas, mandamientos y Derecho canónico, con un corazón frío, con un espíritu fariseo, con faltas enormes al mandamiento del amor.

Las obras valen sólo cuando están sumergidas en una fe profunda y en una caridad auténtica. De lo contrario, caemos en formalismos que poco a poco marchitan el alma y nos llevan a caminar sin la alegría profunda de quien vive en un continuo trato de intimidad con un Dios que nos mira, de verdad, como hijos muy amados.

Hay que superar la esquizofrenia del espíritu que separa la fe y las obras, la piedad y el trabajo, la espiritualidad y el compromiso serio por el Evangelio. No basta decir “Señor, Señor” para ser sarmientos fecundos. Ni sirve para nada hacer mil acrobacias formalistas sin un corazón lleno de amor hacia nuestro Padre de los cielos y hacia cada compañero de camino.

Hoy podemos, con sencillez, con humildad, con la valentía del cristiano, decirle a Cristo: acojo tu Amor, Jesús. Quiero vivir según el Evangelio, quiero escuchar la voz de tus pastores, quiero que la caridad sea la luz que guíe cada uno de mis pasos, en lo grande y en lo pequeño...